Por: Laura Ruiz
No es
del todo posible conocer los procesos de la mujer caribeña sin haber leído Thérèse en mille morceaux[1]
(Teresa en mil pedazos) del haitiano
Lyonel Trouillot, quien consiguió que
Thérèse dejara de ser solo un nombre para convertirse, también, en una
noción antropológica. Con esto no quiero
decir que esta o alguna otra novela tenga una lectura única. Ya avisó Silvia
Molloy “del peligro de convertir todo texto en alegoría nacional porque suspende
la reflexión crítica en vez de fomentarla, [y] canaliza la lectura del texto de
modo excluyente”.[2]
Hay en
el Caribe una decadencia, una resequedad subterránea, una invalidez,
pertenecientes a un espacio más íntimo al que la literatura se acerca para
dictar nota de lo que documentos oficiales no registran. De eso habla
Trouillot. O quizás sea más preciso decir: de eso habla Thérèse Médard (Thérèse
Décatrel de soltera), cuando se adentra en la búsqueda y entendimiento de su
identidad.
“La novela
caribeña está, sobre todo, relacionada con el problema de la identidad”[3] y dentro
de estos preceptos se integra la identidad de Thérèse Décatrel/Menard, definida por la pluralidad que toma forma y voz en
un diario íntimo donde se acoge la aparición de una suerte de doble. La
quebradura de armonía de la protagonista de esta novela de Trouillot sucede al
descubrir que su identidad dejó de ser singular y que le ha nacido un doble
fraccionado hasta la multiplicidad, una especie de prisma proyectado hacia la
familia y la sociedad. No debería asombrar esta esencia plural del doble de la
protagonista, como va extrañando cada vez menos la diversidad del Caribe. Leer
este amasijo de identidades es adentrarse en una mixtura de realidad y ficción,
historia y diario íntimo. El reto está en encontrar aquello que se integra y
puede reunir (que no fusionar) a las dos Thérèse. Clave que se iguala al
desafío de focalizar confluencias caribeñas más allá de lo obvio.
La
figura del doble en la literatura ha sido concebida como una “puesta en escena del mal, una
expresión de lo siniestro, […] una forma de destrucción del yo”.[4] El doble de Thérèse se nombra como ella y no es una entidad
monolítica; se manifiesta repetido y enigmático: “Escribo para saber de cuántas
Thérèse he sido el monigote”. (15) Hace una puesta en escena de sí misma marcada
por vacíos en sus recuerdos y desórdenes temporales: “Pareciera que
cambio de voz y de registros” (16) y su confesión concluye con un acto
de fe en la escritura:
¿No es más que a mí misma lo que busco?: Thérèse en mil pedazos [...] Thérèse oculta y revelada entre el orden y el exceso [...] Thérèse en mil pedazos, como otros tantos fragmentos respondiendo a un
mismo nombre. [...] Estas notas son a la vez mi repliegue y mi despliegue, mi fracaso
y mi actualización. A falta de una palabra recta, escribo para reunir mis
voces. (17)
No es
singular la decisión de escribir un diario. Ni lo es tampoco elegir un diario
de mujer como temática central de una novela. Tradicionalmente asociado con lo
femenino, ligado a la intimidad, a la reevaluación de sí, el diario otorga
existencia a lo que el afuera ni siquiera imagina. Este journal –por llamarle en la lengua de Thérèse– donde aparecen en promiscua asociación pasajes de la infancia, intuiciones,
certezas, tradición y deseo, viene a sumarse al hecho ya conocido y repetido de
que “la imaginación femenina [ha] hecho del espacio doméstico un locus
con dimensiones representacionales y simbólicas”.[5]
En no
pocos casos, la disposición a esta escritura marginal surge de situaciones
límites: la muerte de seres queridos, la zozobra espiritual, la necesidad de
consignar lo que permanece oculto y sobre todo, la constatación de una
invisibilidad. En este caso, la diferencia consiste en mostrar un diario
femenino, nacido de la creación de un
autor masculino que consigue juntar mujer narrada con mujer que a su vez narra
desde la fragmentación. Muchos diarios están destinados a ser el relato de una
crisis, de muchas crisis, el de Thérèse no es una excepción. “El diario se
percibe como narración de segundo orden y por tanto prescindible: relato de
asuntos privados e individuales sin trascendencia sobre lo público y lo
colectivo [...]”[6], de ahí que
resulte vital, en la obra que nos ocupa, el tránsito de una supuesta pasividad
al despliegue de tomas de posición respecto al poder, la religión y
el matrimonio, juntándose lo narrativo y lo discursivo para crear un espacio
literario crítico que convierte al diario en una “escritura inmediata de la
vida como proceso, no como producto”.[7]
Las dudas cotidianas generan en Thérèse un sismo general,
un derrumbe no previsto de los ejes medulares de su vida, pero no es el argumento de la novela lo que más importa. Lo substancial son
el cómo, el dónde, el cuánto, los porqués, y a fin de cuentas la relación que
se establece entre el drama individual y el social: la (re)construcción del yo a la par que la relectura de un país.
Entre el orden y el exceso
El
diario de Thérèse es símbolo del Caribe en tanto lugar de reunión, intercambio,
flujo real, universos que se encuentran, donde el rol del otro es vital.
Significativos son en las páginas de este diario la madre, la hermana y el
esposo de la protagonista. No menos importantes son sus vecinos gemelos
adolescentes. Todas estas miradas sobre
Thérèse tratan de conformarle un yo que creen presa del delirio, la locura, el
exceso y que no sospechan escindido, fragmentado:
Al comienzo, mi marido, mi familia, nuestras raras amistades solo
veían una fantasía fuera de lugar [...]
Comencé por decir que Thérèse no existía. Ellos creyeron que yo representaba
una comedia. Cuando insistí sobre mi no-existencia y fuera de mí tomé la palabra, ellos, cada vez más irritados me
alertaron sobre los peligros de la exageración. Y rápidamente pasé del humor al escándalo, del talento al
pecado y del don natural a la maldición. (16)
Mientras
su hermana piensa en alternativas de “curación”: agua bendita, medicina natural
extraída de las hojas del campo o una estancia en la capital en una clínica
especializada, Thérèse insiste en que lo que sucede no es más que un desorden.
Incapacitada de asumir el reto de la autorreflexión, desgarrada en el momento
de asistir al nacimiento y/o descubrimiento de una nueva identidad, se dice a
sí misma: “esta Thérèse [...] no soy yo”. (18) Y cuanto más profunda es su
cavilación, más hondo es su desasosiego y más crece su alarma. Se retuerce,
simula ante sí misma, se engaña, para intentar acallar: “Para guardar mi
equilibrio debo convencerme de que ella no soy yo”. (60) Lo que el exterior
llama demencia, no es más que una subversión, otro sentido del ser. No es la única, ni primera vez que ante la
sospecha de locura se emprenden los más terribles actos de “sanación”:
eufemismo para nombrar la exclusión.
Lanzar a las mujeres acusaciones de locas, condenarlas al
encierro por su “delirio”, son consecuencias derivadas del ejercicio de juicios
propios y la intención de oponerse a lo establecido. Estos procesos, en ninguna
medida patrimonio único de nuestro Caribe, solo han continuado la tradición. De
Europa lo que viajó a las Antillas no fue exclusivamente el idioma. Foucault
resume el camino con claridad:[8]
Desaparecida la lepra, olvidado el leproso, o casi, estas
estructuras permanecerán. A menudo en los mismos lugares, los juegos de
exclusión se repetirán, en forma extrañamente parecida, dos o tres siglos más
tarde. Los pobres, los vagabundos, los muchachos de correccional, y las
"cabezas alienadas", tomarán nuevamente el papel abandonado por el
ladrón, y veremos qué salvación se espera de esta exclusión, tanto para
aquellos que la sufren como para quienes los excluyen. Con un sentido completamente
nuevo, y en una cultura muy distinta, las formas subsistirán, esencialmente
esta forma considerable de separación rigurosa, que es exclusión social […]
[…] bajo la influencia del mundo del internamiento tal
como se ha constituido en el siglo XVII, la enfermedad venérea se ha separado,
en cierta medida, de su contexto médico, y se ha integrado, al lado de la
locura, en un espacio moral de exclusión. En realidad no es allí donde debe
buscarse la verdadera herencia de la lepra, sino en un fenómeno bastante
complejo, y que el médico tardará bastante en apropiarse. Ese fenómeno es la
locura. Pero será necesario un largo momento de latencia, casi dos siglos, para
que este nuevo azote que sucede a la lepra en los miedos seculares suscite,
como ella, afanes de separación, de exclusión, de purificación que, sin
embargo, tan evidentemente le son consustanciales […]
El
doble de Thérèse aparece cuando ella descubre que el mundo es un cosmos en
lucha, definido por relaciones de oposición. Es la revelación de una dialéctica
–aunque no se le nombre, que tampoco es
necesario– lo que da pie a la necesidad del doble. Es la
estrategia de supervivencia, la lucha por no participar del peligrosamente
renovado fenómeno de “asimilación”, lo que se enuncia desde esa zona de pugna
que es la posible “locura” de la protagonista. Thérèse escribe clamando
respuestas. Espejo y escritura. Modos de resistencia, manifestaciones del ya
conocido détour que permite sobrevivir y fundar caminos nuevos.
El honor familiar y
el afuera
Los
roles social y privado de la familia crean y definen en
Thérèse una identidad sometida al orden y a un futuro preestablecido. Tres
mujeres (Thérèse, su hermana y su madre) conviven “en una casa
muerta, incapaces de amarse, de decidir juntas su vida, su cariño siempre
subordinado a un orden” (99). La casa aparece una vez más como “el ámbito de la
discriminación milenaria […]”.[9] Allí, las relaciones de oposición están claramente esbozadas. Educadas a la
par, compartiendo el mismo espacio –incluso durmiendo en la misma cama–, las
figuras de Thérèse y su hermana Elise llaman la atención precisamente por su
disparidad. “Nos hemos forjado en esa
cultura de la conformidad” (28), explica Thérèse y más tarde asevera: “Mi hermana me sirvió de modelo”.
(28) Cree que su hermana había sido su paradigma. La tradición, el imaginario,
así lo hubieran deseado. Habría sido una consecuencia natural de la maquetación
y la fabricación de destinos en serie. La Thérèse que aún no tenía inquietudes explícitas,
podría haber otorgado credibilidad a esa tradición, a esa cultura de la
conformidad. Pero la recién surgida
rechaza a esa hermana definida por el olor a pomadas y casada en un matrimonio
por conveniencia: “Yo jugaba con mi cuerpo para disipar tu olor a pomada”.
(31) Thérèse jugaba con su cuerpo para
descubrir y preservar sus olores, diferentes a los de su hermana mayor,
diferentes a los de otras mujeres. Olores propios, intransferibles,
imborrables. A lo que Thérèse llama olores, la crítica, los estudios, le han
llamado identidad.
A la oposición entre las hermanas, se suma la de
madre-hija que da origen a los contradictorios adentro/afuera. Una buena parte
de la escritura está centrada en los conflictos derivados de las puertas
cerradas y el confinamiento al interior
del hogar, generadores de una distancia casi insalvable entre el Yo y la calle. La madre –una especie de
Bernarda Alba caribeña– es la mayor ejecutante de la rigidez que determina el sacrosanto honor familiar. El
enclaustramiento impuesto por ella define la vida de Thérèse y su hermana;
además de tener absoluta responsabilidad en la aparición del doble y en la
elección de la escritura como acto subversivo. El comportamiento materno es la
suma de lo que se concreta en la sujeción al orden y en la metafísica
establecida de un patriarcado clasista. Lo importante son los roles y lo
“políticamente correcto”, el valor de las individualidades es nulo. Solo interesan
la subordinación a preceptos establecidos y el trazado de una disciplinada
dependencia, de cuyo éxito depende el funcionamiento social. Omnipresente y
prepotente, la madre dicta normas, manipula sentimientos, traza con hierro
candente un deber ser y se regodea en
el barro de un matrimonio ya acabado pero con huellas permanentes. Thérèse no le dice “mamá”, ni se refiere a ella diciendo
“mi madre”. El posesivo no
existe, la proximidad está anulada. Le llama “Madre”, como quien dice Dios.
El padre está muerto, pero antes lo estuvo
metafóricamente en su flojera y su falta de verticalidad, en la ausencia del
seno familiar y una existencia vivida con mujeres ajenas, concibiendo hijos
fuera del hogar; hermanos que a Thérese y a su hermana Elise se les prohibe
conocer. La madre no deja que el afuera
entre en la casa. Thérèse crece sin amigos, su sola vía de comunicación y
expansión son cartas escritas a personajes inventados para acompañar su
infancia. La madre vela porque no reciba visitas. Es indispensable que no mire
a ningún niño y después a ningún adolescente y después a ningún joven,
cualquiera podría ser el hermano que debe ser negado, la no permisible ruptura
del orden.
La influencia de la madre después de muerta es aún
opresiva: “su ausencia reforzaba su autoridad. Sé que su mirada severa juzga
mis más íntimos pensamientos. Madre está aquí, bajo mi piel […]”. (49) La
fuerza de la tradición y de las construcciones culturales laten tras la
fallecida que todavía tiraniza y alimenta la sensación de impostura en Thérèse
que no se atreve a abrir la ventana y quitar barrotes. No se cree con derecho a
hacerlo porque no se cree a sí misma. La noche en que la madre muere, Thérèse
cuenta:
Una noche,
ella permaneció acostada. Siempre puntual, Elise me dijo: Ven, es la hora de
cerrar la puerta. Empujamos la butaca,
muy cerca la una de la otra. Después ella me dijo: Madre está muerta. Y subimos
a su cuarto. Ahí pasamos la noche. Llorábamos discretamente como si temiéramos
que alguien oculto nos viera o nos
escuchara. […] Al amanecer, Elise, siempre tan puntual, me hizo señas. Bajamos,
regresamos la gran butaca a su lugar de la sala. A su lugar exacto, basándonos
en las marcas que Madre había hecho. Tiramos del pestillo en el otro sentido.
[…]. (42)
Elise y Thérèse, acostumbradas y sometidas a la rigidez,
no perciben que el fallecimiento de la madre es la autorización para abrir la puerta, la señal
del cese de la opresión, la posibilidad de conocer el afuera y cruzar la
frontera fantasma. El orden enquistado domina todas las acciones. “Siempre viví
como se obedece una prescripción sin cuestionar lo bien fundado del
diagnóstico”. (27) La casa que oprime asemeja el encierro de la Plantación. La escritura de Thérèse, sus cartas a
personajes invisibles en la infancia, su diario colmado de fragmentos de las
mujeres que ha sido y de las que le es imposible ser, constituyen su
cimarronaje efectivo. La escritura es su monte de evasión, su palenque, su
viaje. Entre el afuera negado y el adentro sombrío hay un tercer espacio: el
diario de Thérèse. En ese tercer espacio hay cada vez más una innegable lucha
manifiesta:
Una noche,
[…] yo abriré las puertas de par en par. Y entrarán los vientos, el mundo, toda
la grandeza del mundo y las palabras más locas, las canciones de la calle y los
colores más vivos. Y colgaremos besos en las puertas-vidrieras, saludos a los
paseantes, brazos tiernos alrededor de nuestros cuellos semejantes a collares,
círculos de sombra de luz. Entonaremos cánticos a la gloria de nuestros senos,
de nuestros ojos llamados a ver la felicidad en su transparencia, a la gloria
de la más pequeña parcela de nuestro cuerpo llamada a su eternidad, a su buen
humor de carne viva. Y fornicaremos los unos dentro de los otros, hablaremos de
todo y de nada, del silencio, de la ligereza, de nuestras buenas estaciones, de
la inevitable riqueza de nuestras manos, otra vez de todo, otra vez de nada, de
la mar que vendrá si soñamos con ella lo suficiente.
Una noche
abriré las puertas de par en par. Ningún lugar, ningún cuerpo será nunca más un
dominio reservado sino un milagro para el primero que llegue. Todo el amor del
mundo –quiero decir el amor de la carne que solo es materia–
tendrá cita aquí […]. (24-25)
Cuerpos del deseo.
Cuerpos nacionales
Los
gemelos adolescentes vecinos de Thérèse y la madre de estos (Madame Garnier)
forman parte del patrón referencial que incide en la exclusión de la
protagonista. Refiriéndose a ellos, dice:
Cada uno de
ellos tiene su propia versión de mis delirios según sus recuerdos, su pudor o
sus intereses. Madame Garnier insiste sobre la carga sexual y me declara presta
del todo a seducir a los gemelos. (20)
Cuando los
gemelos eran más chicos, Madame Garnier
los zurraba a menudo […] Yo escuchaba a la madre gritar que aunque ellos
vivieran en el vecindario de una familia degenerada […]. (67)
La presencia de los gemelos en esta novela tiene
significado profundo. Recordemos el papel de los gemelos entre los llamados
mitos fundacionales [10] –Rómulo y Remo, por ejemplo– y
también entre los mitos dualistas, donde
se les consideraban representaciones de manifestaciones opuestas.
Destaquemos también su personificación de dos principios que no siendo
antagonistas podrían confluir. Asimismo, es válido no desechar la creencia que
los hace descendientes de una deidad bisexual, ni la idea de la unión
incestuosa entre ellos.
[...] En
Dahomey se creía que los gemelos eran hijos de los espíritus del bosque [...]
De acuerdo con las ideas de los dogones, cada hombre posee su propio
gemelo-animal [...]
La
reinterpretación de las formas arcaicas de los mitos de los gemelos y de los
ritos correspondientes a ellos, se produce gracias a la admiración del carácter
sagrado tanto de los propios gemelos como de sus progenitores. [...] en las
sociedades que veneran a los gemelos son corrientes los ritos que vinculan su
culto al simbolismo de la fecundidad, en particular a los árboles del mundo
sagrados.[11]
Los gemelos se consideran divinidades del vodú,
deviniendo seres excepcionales, con poderes sobrenaturales. Establecer un
vínculo con ellos, de alguna manera crea lazo con la divinidad. No es casual
entonces que sean los acompañantes –y
desencadenantes– de la identidad fragmentada de Thérèse que aspira a no
ser desterrada o ignorada ante la mirada de los adolescentes. La ambigüedad
como código de comunicación y el juego de las seducciones rondan su relación
con los gemelos vecinos:
[…] ellos
casi son hombres y me dan un poco de miedo. […] porque ellos han cambiado de
tal manera que para abordarlos haría falta una mirada más conforme a sus nuevas
proporciones. (50)
[…] En el
patio vecino uno de los gemelos de Madame Garnier -Thérèse no sabría decir cuál- mira las damas
sonriendo. Juzga a la madre y a las dos hijas. Su mirada se detiene en Thérèse
y ella tiene la certeza de que él lo ha visto todo, las piernas, los senos, lo
que dicen sus labios y lo que espera el vientre. Thérèse se desviste y se
duerme al contacto de un chiquillo de diez años. Las manos están por todas
partes en su sueño. Ellas son cuatro, ellos son dos. Y ni uno solo de los tres
tiene la edad del juicio. (48)
La transgresión, el deseo de sentirse viva, la
reevaluación de la inocencia, la necesidad de ser tenida en cuenta por lo
nuevo, se impone. Las legítimas necesidades del cuerpo y su lucha por existir
contrastan con su relación matrimonial, con la ausencia de intimidad y con la
presencia de un marido frágil, casi ausente, muy ocupado en su trabajo del
cual, no obstante, roba tiempo para la amante de turno. De esa ausencia de sexualidad, de esa aridez, quiere escapar la
nueva Thérèse. La ambigüedad de su relación con los adolescentes y lo estéril
de su matrimonio quedan resueltos cuando ella, antes de partir, envía una carta
a los gemelos invitándolos a su casa. En la casa umbría, que antaño fuera la
habitación de Madre, ocurre el frenesí de la transgresión. Thérèse pasa la
noche haciendo el amor con los jóvenes. Carne fusionada, posibilidad de
elección, realización y práctica igualitaria ante lo único que realmente les
pertenece: los cuerpos que hablan por sí solos, desobedeciendo normas. Cuerpos
que juntan sus heridas, ambiciones y apetencias individuales en un acto
colectivo. Cuerpos que pactan clases sociales para atravesar límites reales y
demarcaciones inventadas. Cuerpos donde el adentro y el afuera se confunden en
el lugar otrora sombrío y enclaustrado,
ahora una plaza abierta al goce y la libertad. Cuerpos que exhiben un singular performance
carnal cuyo grado de síntesis descriptiva es asombroso. Fragmentaciones en las
cuales Thérèse quiere completarse. Cuerpos que destrozan el deber ser y la corrección para acercarse
a lo misterioso y lo divino, ponderando la posibilidad de que el país dividido
sea salvado no por del gravamen de las imposiciones y el encierro, sino por la
trascendencia de sus hijos abocados a lo
tremendo y lo fundacional.
No voy a volver a lo consabido de que lo personal es
político y viceversa. Doy por descontado que bajo esa mirada es que puede
leerse este libro. Al final Thérèse se
marcha sola, toma sus propias decisiones personales, políticas, “está al borde
de la carretera, delante del acantilado,
mira la ladera de la montaña y lanza sus cuadernos al vacío”. (118) Ya no
necesita trazar una ruta entre las múltiples identidades que la habitan. Sabe
que hay un concilio posible. Sabe que
hubo una etapa superada, una cerca saltada y un fogonazo. El momento y el
espacio son otros. Ha emprendido la
marcha, con todo lo que el verbo caminar implica. Se ha desprendido del diario,
como quien asiste a un cambio de vida. Se dice a sí misma que en la “primera
ciudad, en caso de que las ganas le vuelvan, deberá comprarse un cuaderno. Sí,
cada vida tiene su diario”. (119)
Efectivamente, cada vida tiene su diario. Lyonel
Trouillot quizás no haya pretendido que este fuera expresión del día a día de
la mujer caribeña. Pero el desgarramiento en el reconocimiento de identidades
que no pueden ser singulares; la dialéctica de múltiples procesos; la lucha por
el espacio físico y psicológico y las actitudes ante los rejuegos del orden
social, las miserias y abusos de todo tipo de poder, pueden ser anotaciones
íntimas comunes asumidas en colectivo. Esas líneas que recorrieron un camino
desde la pasividad ideológica hasta la explosión final, se actualizan una y
otra vez a partir de las vidas que se inscriben en ese perturbador diario senior
que es la Historia.
[1] Lyonel Trouillot. Thérèse
en mille morceaux. Actes Sud, Collection Générations, Paris, 2000. Aún no existe una edición de
esta novela en español. Todas las citas son de esta edición y las traducciones
son mías. Trouillot
ha publicado, entre otros, Rue des Pas-perdus, Bicentenaire, L’Amour
avant que j’oublie y
recientemente, en 2011, La belle amour humaine.
[2] Silvia
Molloy. Acto de presencia. El Colegio
de México/Fondo de Cultura económica, México, 1996 [1991], citado por Zaida
Capote en La nación íntima. Ediciones Unión, La Habana, 2008, p. 36.
[3] Michael Gilkes. Wilson Harris and the
Caribbean Novel, London, Longman
Caribbean, 1975, p. 43. Citado por Margarita Mateo en “Antoinette a través del
espejo: Mito e identidad en el vasto mar de los sargazos”, Anales del Caribe. No.10. Casa de las Américas. La Habana, 1990, p.132.
[4] Víctor
Bravo. Los poderes de la ficción, Caracas, Monte Ávila, 1987, pp.
146-147.
[5] Lucía
Guerra. La mujer fragmentada.
Ediciones Casa de las Américas, La
Habana, 1994, p. 176.
[6] Carolina Alzate. “Configuración de un sujeto autobiográfico femenino en la Bogotá de los 1850”, en http://www.laventana.casa.cult.cu, abril 7
del 2005.
[7]
Rebecca Hogan.“Engendered Autobiography: The Diary as a Feminine Form”,
citado por Catharina Vallejo en su “Estudio introductorio” a Una holandesa en América, de Soledad
Acosta Samper. Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2007, p. 22.
[8] Michel Foucaul. Historia de la locura. En la época clásica I. Fondo
de Cultura Económica Ltda., Santa fe de Bogotá, D. C. Segunda reimpresión (FCE,
Colombia), 1998, pp. 8-23. Versión digital.
[9] Olga García
Yero: Espacio literario y escritura
femenina. Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010, p. 137.
[10] El estrato
más temprano de las ideas sobre los gemelos se descubre en los mitos de gemelos
zoomorfos, que suponen la participación de animales en el nacimiento de los
gemelos o el parentesco entre los animales y los gemelos. Ver “Mitos de los
Gemelos” y “Mitos Dualistas” en Árbol del
Mundo. Diccionario de imágenes, símbolos y términos mitológicos. pp. 314-320.
[11] Ídem., pp.
316-317
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