lunes, 7 de mayo de 2018

Ciclo de Pensamiento Social Caribeño “Los Estados Unidos y el Caribe a partir de 1898: avatares de una vecindad durante la primera mitad del siglo XX”



Ciclo de Pensamiento Social Caribeño
“Los Estados Unidos y el Caribe a partir de 1898: avatares de una vecindad durante la primera mitad del siglo XX”
25 al 27 de septiembre de 2018
Casa de las Américas



Al cumplirse los 120 años de la firma del Tratado de París, que puso fin al dominio español en Latinoamérica, anunciando la futura expansión estadunidense por el continente, y bajo un contexto actual de reconfiguración de fuerzas políticas en el propio territorio, la Casa de las Américas, a través de su Centro de Estudios del Caribe convoca al Ciclo de Pensamiento Social Caribeño: “Los Estados Unidos y el Caribe a partir de 1898: avatares de una vecindad durante la primera mitad del siglo XX”.

Este evento se organiza en colaboración con el Programa de Estudios sobre Latinos en los Estados Unidos, la Facultad de Filosofía e Historia, la Cátedra de Estudios del Caribe “Norman Girvan” y la Cátedra Juan Bosch (Universidad de La Habana) y la Oficina Regional para México, Centroamérica y el Caribe de la Fundación Rosa Luxemburg.


Dicho encuentro aspira reunir especialistas y estudiantes para reflexionar sobre la estrategia sistémica de los Estados Unidos hacia el Caribe, entendido como un espacio medular para su política exterior, intereses económicos, seguridad nacional y un área de “expansión natural”. En este mismo sentido resultan de vital interés las estrategias de respuesta que emergieron desde la región caribeña, en consonancia con la resistencia a la expansión de las fronteras de un imperio. De la cercanía e interacción de ambas áreas resultaron además contactos culturales que configuran hoy sus sociedades y tradiciones. Importa analizar en paralelo tanto la proyección internacional de los Estados Unidos hacia el Caribe, como la historia de este región a partir de su relación histórica con dicha nación.


Para ello, será necesario entender como área de influencia de los Estados Unidos el espacio caribeño en toda su amplitud, desde el Caribe insular hasta el continental, pasando por México, el istmo centroamericano y los territorios norteños de América del Sur. Para comprender la estrategia geopolítica de Estados Unidos en la región se hace necesario el análisis del carácter transversal de los mecanismos de dominación y proyección hacia el Caribe, a partir de los sucesos relacionados con el canal de Panamá, el intervencionismo militar y la presencia de bases navales, el establecimiento de estructuras coloniales de nuevo orden, la adquisición de territorios, la expansión de capitales, el colonialismo cultural y el avance del paradigma norteamericano, la influencia de los medios de comunicación y del american  way of life.


Será relevante el enfoque transdisciplinar y sistematizador en función de comprender no solo el período en su magnitud geográfica e histórica, sino para entender de forma crítica el ulterior desarrollo de estas relaciones en el siglo XX, toda vez que la puesta en práctica de la política de Guerra Fría y el triunfo de la Revolución Cubana, determinaron reajustes en la proyección de Estados Unidos hacia el Caribe y América Latina.  La aproximación propondrá un diálogo presente-pasado, en aras de facilitar la comprensión del contexto actual regional.

Ejes temáticos:
1.    
De la Doctrina Monroe a 1898, una proyección histórica: percepción desde la intelectualidad latinoamericana.
2.     La primera mitad del siglo XX y la configuración de una hegemonía: de la diplomacia del dólar, al Big Stick  y la Buena Vecindad.
3.     Migraciones, flujo de capitales e intercambios histórico-culturales entre ambos espacios.
4.     Reacciones a la expansión norteña en el área caribeña y la irrupción de lo caribeño en los Estados Unidos.
5.     Cultura e identidad ante la presencia norteamericana en la región.
6.     Un pensamiento social a propósito de los Estados Unidos y el Caribe durante la primera mitad del siglo XX.

La recepción de propuestas de ponencias de investigadores se realizará hasta la fecha del 1ro de julio de 2018. Los interesados deben enviar a la dirección de correo seccaribe@casa.cult.cu un resumen de ponencia (250 palabras), una síntesis curricular y la indicación del eje temático al cual se suscriben. Los trabajos presentados serán sometidos a una selección previa y los autores serán notificados con los resultados de la misma.

Los interesados en inscribirse bajo  la modalidad de curso libre deberán formalizar su solicitud antes del 15 de septiembre de 2018 por el teléfono (7838-27-10) o por vía electrónica (seccaribe@casa.cult.cu), proporcionando los siguientes datos:
           Nombre y Apellidos
           Número de identidad
           Nivel de escolaridad
           Centro de estudios o trabajo
           Teléfono o correo electrónico
           Matrícula como curso libre  Si__  No___ 

Se le entregará una certificación acreditativa de curso libre a los que matriculen y asistan a tres sesiones o más, los restantes recibirán una certificación acreditativa de participantes. 


Centro de Estudios del Caribe
Casa de las Américas


lunes, 25 de septiembre de 2017

María

Nuestras islas del Caribe han sido acosadas, violadas, devastadas por el paso de los más recientes huracanes. La angustia, las pérdidas, la aflicción parecen colmarlo todo pero a ratos, por entre los árboles caídos, las casas derrumbadas y el dolor por nuestros muertos, asoma una mano solidaria, una voz que musita, que cuenta, que acude a nuestro encuentro. Esta es mi humilde traducción al español de un texto que la importante escritora guadalupeña Gerty Dambury escribió en horas de zozobra, cuando el huracán María azotaba nuestras vidas.

Laura Ruíz
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Gerty Dambury

Por mucho tiempo, los ciclones fueron, en mis recuerdos, momentos compartidos con el vecindario, mis amigas, los amigos de mis padres.  Cuando el primer ciclón del que me acuerdo, Inés, yo tenía 6 o 7 años.  Habíamos pasado el día preparándonos. Habíamos sacado todo de la habitación de mis padres y los vecinos se habían instalado allí, con nosotros. Colchones en el suelo, tres decenas de personas juntas, hermanos, hermanas, amigos y amigas, vecinos y vecinas, parientes que venían de lejos. Recuerdo la angustia de aquellos parientes que esperaban a una de sus hijas, institutriz en Côte-sous-le-Vent y que regresaba a Pointe-à-Pitre en autocar. ¿Para qué esa travesía? Los vientos no habían empezado todavía. Nosotros estábamos allí, al calor. ¡Y qué calor! ¡Qué aire asfixiante! Después los vientos empezaron a soplar, la lluvia abatió la ciudad. Compartíamos el poquito de luz, el agua, el miedo y la certeza de no estar solos frente a ese evento. Algunos contaban sus recuerdos. Mi abuela había visto, en 1928, una plancha de zinc que por poco le corta la cabeza a alguien si no se hubiera agachado a tiempo. Era mi madre quien lo contaba. Mi abuela ya no estaba allí para contarlo. ¿Eran solo cuentos? Historias locas. Sí, seguramente. Siempre reíamos, esa era nuestra fuerza mayor. ¡Como todos los whatsapp que recibí ayer con la canción “María”, de Skah-Shah! Maríaaaaa… Hoy sé que algunos de nosotros están solos en los caserones, vigilando un postigo por aquí, una puerta por allá, escuchando un tejado chirriando acullá, un árbol en el jardín sacudido violentamente, con el pánico de que se caiga. Por mucho tiempo, los ciclones, habían tenido para mí ese lado de vida en común, compartida, sobre todo en el después. El día siguiente, el vecino  volviendo a clavar las planchas de zinc de su techo que se habían volado. No recuerdo que nadie se hubiera peleado por reconocer SU zinc, SUS zines. La gente se prestaba herramientas,  serruchos (siempre me gustó esa palabra pero nunca busqué tiempo para verificar su ortografía) “vecino, préstame tu serrucho un momentico”...  Y después, sí, mi madre hacía dankites.   Las cazuelas llenas de agua que habían estado tapadas, las ollas llenas de agua, los cubos, las palanganas, todo aquello que se pudiera llenar de agua estaba repleto y disponible. Un poco de harina, un poco de agua, un poco de margarina y ya estábamos seguros de poder comer esos dankites que remplazaban el pan. Después vino Hugo. Ya yo era adulta. Madre de familia  y en aquel momento  la angustia ocupaba todo el lugar. Me sentía fuerte junto a mi madre anciana, mi hermana mayor y mis dos hijos Había asegurado durante todo el día. Trabé bolsas para la basura debajo de las puertas para que el agua no entrara. Clavé tablas bloqueando puertas que no usaríamos. Calafateé todo. Les compré zapatos plásticos a mis hijos para que no caminaran sobre clavos oxidados al día siguiente. También repelente contra los mosquitos que proliferarían al otro día, lo sabíamos, por culpa de los charcos de agua. Recogí todo lo que estaba tirado por los alrededores de la casa y que podía convertirse en un peligroso proyectil. Macetas, tablas, bancos de jardín, etc. Me creía totalmente lista. De pronto comenzó un viento terrible. Golpeaba todas las puertas, cercaba la casa sin parar. Corríamos de una punta a la otra de la casa, para verificar una puerta, una ventana, un postigo. Oíamos subir y bajar el techo, como si alguien se empeñara en arrancarlo. La casa rechinaba como un barco viejo en el agua. Los niños comenzaron a vomitar de miedo, se escondieron debajo de las camas Había que mantenerse firme pese a todo. El agua subía aquí y allá, entraba por debajo de las puertas porque las ráfagas la empujaban sin descanso. Secábamos, no, no podíamos secar. Había que encaramar rápidamente los libros y documentos importantes que habíamos creído proteger encerrándolos en cajas de cartón envueltas en lonas plásticas. Así toda la noche. Toda la noche. Escuchábamos en un radiecito de baterías las llamadas angustiadas. Nunca más los ciclones fueron para mí sujeto de nostalgia, ni un sueño, algo para ver una vez en la vida. Porque al día siguiente tuve ante mis ojos la visión de un país arrasado, quemado por el agua de mar que había golpeado los árboles a más de 300 km/h en las ráfagas más violentas. Se me presentó la visión de gente sentada en medio del desastre de sus vidas, estupefactos, sin poder llorar siquiera. Mujeres mayores, aisladas, habiendo perdido todo y sin atreverse a reclamar siquiera un litro de agua, un litro de leche. Desastre de la pobreza. Los ciclones revelan todo el desastre de la pobreza que, en el día a día,  hacemos todo el esfuerzo para no ver.

Gerty Dambury

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Longtemps, les cyclones ont été, dans mon souvenir, des moments partagés avec le voisinage, les copines, les amis de mes parents. Pour le tout premier cyclone dont je me souvienne, Inès, j'avais 6 ou 7 ans. Nous avions passé la journée à nous préparer. Dans la chambre de mes parents, nous avions tout débarrassé et les voisins, les voisines s'étaient installées là, avec nous. Des matelas posés à même le sol, une trentaine de personnes ensemble, frères, sœurs, amis et amies, voisins, voisines, parents qui revenaient de loin. Je me rappelle l'angoisse de certains parents, qui attendaient une de leurs filles, institutrice en Côte-sous-le-Vent et qui rentrait à Pointe-à-Pitre en autocar. Pourquoi cette traversée ? Les vents ne s'étaient pas encore levés. Nous étions là, au chaud ! Oui, quelle chaleur ! Quel air étouffant. Et puis les vents ont commencé à souffler, la pluie à s'abattre sur la ville. Nous partagions la lumière chiche, l'eau, la peur et la certitude de ne pas être seules face à cet événement. Certains racontaient leurs souvenirs. Ma grand-mère, qui avait, en 1928, vu une feuille de tôle manquer de couper la tête de quelqu'un, qui s'était baissé à temps. C'était ma mère qui racontait. Ma grand-mère n'était déjà plus là pour raconter. Est-ce qu'il y a eu des contes ? Des histoires drôles. Oui. Sûrement. Toujours. Nous rions, c'est notre plus grande force. Comme tous les whatsapp que j'ai reçus hier avec la chanson de Skah-Shah, Maria ! Mariia... Aujourd'hui, je sais que certains d'entre nous sont seuls, dans de grandes maisons, à surveiller ici un volet, là une porte, là encore à écouter un toit qui grince, un arbre dans le jardin qui fouette violemment, avec la crainte qu'il ne tombe. Longtemps, les cyclones ont eu pour moi ce côté vie en commun, partage, surtout après. Le lendemain, le voisin reclouait les tôles de son toit qui s'étaient envolées. Je ne me rappelle pas qu'on se soit battu pour reconnaître SA tôle, SES tôles. On se passait des outils, scies hégoïnes (j'ai toujours aimé ce mot mais je n'ai jamais pris le temps de vérifier son orthographe) "vwazen, prété mwen légoyin aw, ti gouté"... Et puis, oui, ma mère faisait des dankites. Les casseroles pleines d'eau, qui avaient été recouvertes, les canaris pleins d'eau, les seaux, les bassines, tout ce qu'on pouvait remplir d'eau était plein et à disposition. Un peu de farine, un peu d'eau, un peu de margarine et on était sûr de manger ces dankites, qui remplaçaient le pain. Et puis, il y a eu Hugo. J'étais adulte. Mère de famille et là, l'angoisse a occupé toute la place. Je me sentais forte auprès de ma vieille mère, de ma sœur aînée et de mes deux enfants. J'avais assuré toute la journée. Cloué des sacs poubelles au-dessus des portes pour que l'eau ne passe pas. Cloué des planches en travers de certaines portes qu'on n'utiliserait pas. Calfeutré partout. Acheté à mes enfants des chaussures en plastique, pour qu'ils ne marchent pas sur des clous rouillés au lendemain du cyclone. Et de l'antimoustique parce que les moustiques allaient pulluler dès le lendemain. On le savait. À cause des mares d'eau. Ramassé tout ce qui traînait autour de la maison et qui pouvait devenir un projectile dangereux. Pots de fleurs. Planches. Bancs de jardin etc. Je me croyais prête. Et puis ce vent terrible a commencé ! Il frappait à toutes les portes, contournait sans arrêt la maison. On se précipitait d'un bord à l'autre de la maison, pour vérifier une porte, une fenêtre, un volet. On entendait monter et redescendre le toit, comme si quelqu'un s'efforçait de l'arracher. La maison grinçait comme un vieux bateau sur l'eau. Les enfants ont commencé à vomir, de peur, se sont cachés sous les lits. Il fallait souquer ferme. L'eau montait ici et là, passait sous les portes car les rafales la poussaient sans relâche. On séchait, non, on ne pouvait pas sécher. Il fallait vite monter les livres et les papiers importants qu'on avait cru protéger en les enfermant, dans des cartons entourés de bâche en plastique. Toute la nuit. Toute la nuit. On entendait les appels angoissés sur la petite radio à piles. Plus jamais, les cyclones n'ont été pour moi un sujet de nostalgie, ni un rêve, quelque chose à voir une fois dans sa vie. Parce que le lendemain, j'ai eu sous les yeux la vision de mon pays rasé, brûlé par l'eau de mer frappant les arbres à plus de 300km/heure dans les rafales les plus violentes, j'ai eu la vision de gens assis au milieu du désastre de leur vie, ne pouvant même pas pleurer, de sidération. J'ai eu la vision de femmes âgées, isolées, ayant tout perdu et n'osant pas réclamer, un litre d'eau, un litre de lait. Désastre de la pauvreté. Les cyclones révèlent surtout le désastre d'une pauvreté qu'on s'efforce de ne pas voir, au quotidien.