jueves, 25 de agosto de 2016

Cuerpos de la resistencia




Por: Laura Ruiz Montes



En la esquina inferior derecha hay un mapa de Cuba tan pequeño que un dedo pulgar podría taparlo. Bajo él navega una inscripción en búlgaro que anuncia la colección cubana. A pesar del registro afectivo que se remonta a aquellos aceites perfumados de rosas búlgaras cuyos aromas bautizaron a casi todos en la Isla hace ya más de cuarenta años, casi ninguno de nosotros logró retener nada del idioma eslavo. La catedral de San Jorge y la hermosa Sofía quedaron en el anecdotario de viajes que antaño conducían a los cubanos por los otrora países socialistas a un precio que sus salarios de obreros alcanzaban entonces a pagar.

Lo que podría quedar oculto bajo el dedo, alcanza relevante visibilidad en el título: Faces, Bodies, Personas: y en una especie de subtítulo: Tracing Cuban Stories. Se trata de un libro de fotografías de Babak Salari publicado por Janet 45 Print and Publishing y asistido por el Consejo para las Artes de Canadá que –además de excelentes fotografías– ofrece una nota de entrada bilingüe (inglés/búlgaro), de Thomas Waugh y un apreciable texto introductorio de Norge Espinosa.


Babak
Salari nació en Shiraz, en 1959, pero se educó en Concordia University y Dawson College. Su especialidad –por llamarle de algún modo– es la fotografía documental en blanco y negro. Vive en Canadá hace más de veinte años; desde allí estudia y se adentra en las identidades diaspóricas y las marginalidades. Su trabajo, mostrando los efectos de la ocupación en Irak sobre las mujeres y los niños, sus fotografías de refugiados palestinos, su documentación de la realidad afgana lo convierten en un activista cultural capaz de convivir con cualquier tensión social y hacer que sus imágenes devengan metáfora, encarnación y sustento de una filosofía de lo improrrogable.

Faces, Bodies, Personas...
agrupa dos series de fotos. Abre páginas Bodies and Personas que, a su vez, deriva de la serie Queer at the Margins of Society donde se reúnen fotografías de gays y travestis de La Habana. A continuación puede ser vista Faces, otra serie colmada de retratos de escritores y artistas cubanos. Thomas Waug se sorprende agradablemente de esta fusión, de este estar juntos, de este vis-à-vis: “And it is amazing how felicitously the two sub-groups come together”. Es la hermosa extrañeza que sacude a muchos espectadores: la hermosa y peligrosa extrañeza. El hecho de la sorpresa ya alerta que algo no va bien. Algo no encaja pero no en el muestrario de fotografías de Salari, sino en los espectadores y consumidores, porque no debería resultar amazing esta nueva posicionalidad de márgenes y cánones. Pero acostumbrados como estamos a jerarquizaciones y exclusiones, ciertos equilibrios o, como dirían las abuelas: cierta “juntamenta”, produce –a lo menos– extrañeza, azoro. Y es que Babak Salari nivela, hace justicia. Vuelve visible lo relegado y sin exotismos ni publicidades retrata el rostro que está detrás de las máscaras y/o la máscara que late casi a la par del rostro, que no es lo mismo pero a veces es igual... Lo que aún muchas veces es censurado y apedreado mira a la cámara y se deja ver, por que sí. De esta manera la marginalidad es conscientemente reflejada en el lente del también marginal iraní.


En una de las planas del libro irrumpen muchachos muy jóvenes deliciosamente afirmados que miran al lente desde su reconvertida belleza, femenina y sensual, exhibida en la noche caribeña. Gays y travestis son fotografiados en la intimidad de su momento de maquillaje, en su acto puro de travestismo; en la inquietud de caricias sugeridas y torsos desnudos. Intimidad que aún puede hacerse pública y ser mostrada en estas fotos, deudoras del estilo documental y urbano de Diane Arbus y, en cierto modo, de la misma corriente que asistió a Walker Evans durante la Gran Depresión quien también realizara importantes fotos en Cuba en 1933, relacionadas con la revolución contra Gerardo Machado.

En el otro platillo de la balanza se sitúan escritores y artistas bajados del olimpo, desprendidos del canon. Igualados, ubicados junto a otros bodies, Salari les reduce el aura de misterio y atractivo que proyectan desde sus libros, sus apariciones periódicas, sus premios importantes, sus sillas en academias y también –por qué no– les aligera la vida, liberándolos de tamañas y sacras responsabilidades emanadas de la existencia pública. Los devuelve como personas.

En este grupo aparecen artistas cuya elección no sabemos si fue dictada por el azar o es la resultante de un proceso de búsqueda que refleja alguna intencionalidad.  Lo cierto es que muchos de los rostros fotografiados arrastran consigo años de trabajo con, cerca o dentro de la marginalidad. Y reúnen en sí vidas que en diferentes momentos han fijado con profundidad una sostenida mirada sobre los cuerpos, el deseo y las identidades. Recomiendo especialmente aquellos que pasan por mi relectura de coordenadas entrelazantes, no puedo hacerlo de otra manera. Así miro a Margarita Mateo y oigo desde el silencio de su fotografía la confesión: “No sé de dónde sale esa vocación mía por lo marginal, por lo periférico. Lo cierto es que los ‘centros’ suelen aburrirme, lo establecido se me torna monótono, y muchas veces me siento más cómoda recorriendo los oscuros y recónditos caminos de Marginalia”.[1]


Mientras, Antón Arrufat, elegante, de pie, con solo una zona del rostro iluminada por la luz que entra por una ventana, parece asistir a la escritura de su propio texto “Torneo fiel”, delicado y contundente poema inscrito en la línea de la mejor poesía homoerótica cubana.



Éramos tan amantes que a veces éramos amigos. O éramos tan amigos que a veces nos amábamos. / Para añadir un nuevo anillo a nuestra unión, decidimos batirnos. Fuimos a escoger las armas: dos espadas iguales en tamaño y temple. / Nos preparamos desde el alba. Ajustados lorigas y yelmos, montamos a caballo y nos  pusimos frente a frente. / Así estamos todavía. /  Sin tiempo, encarnizados, inexorables, tratando de vencer de un tajo y para siempre al otro.[2]

           

Rocío García, por su parte, aparece sentada en el suelo. A su izquierda hay una puerta cerrada donde con lápiz, creyón fino o bolígrafo ha sido escrito: “La fiera. El animal”. Esta pintora, mordaz en su arte, saca a relucir profundos conflictos del imaginario masculino. Sus hombres, machos, marineros, domadores (suerte de personajes de una zona de su obra pictórica) saltan de la periferia, instalándose en los predios del poder. Marineros de arma blanca, jugadores de cartas reunidos en el bar, jefes militares, pelotones del ejército son sus claves. El voyeur, el castigador, la belleza del dolor y el dolor de la belleza; las teorías y las masturbaciones; el espejo y la máscara; la densidad de la tradición y la desintoxicación de esa misma densidad; la violencia y la represión; la intimidación; el minuto de gloria, los trueques de identidades son los temas marginales que despliegan la obra de esta creadora y que son, sin lugar a dudas, la música de fondo de su rostro fotografiado por Babak Salari.

Norge
Espinosa, autor del estudio introductorio también aparece retratado. Ser juez y parte no le nubla el entendimiento para valorar en su más preciada esencia –y dotado de imparcialidad– estas fotografías. Espinosa traza un interesante recorrido por diferentes momentos del tratamiento a la homosexualidad en Cuba. Ensaya un fugaz (porque el espacio no permite más) pero aportador bosquejo sobre la incidencia/presencia de la homosexualidad en la cultura cubana hasta llegar a la visibilidad que aportó el filme Fresa y Chocolate y la significación real del Mejunje, espacio multicultural creado y defendido por Ramón Silverio en la ciudad de Santa Clara. Espinosa también ha cubierto con su obra una ruta dentro de la marginalidad. Autor, siendo muy joven, del antológico poema “Vestido de novia”, es absolutamente consciente de que ese texto conforma una de las regiones más visibles de su obra:



Con qué espejos/ con qué ojos/ va a mirarse este muchacho de manos azules. / Con qué sombrilla va a atreverse a cruzar el aguacero/ y la senda del barco hacia la luna. / Cómo va a poder./ Cómo va a poder así vestido de novia/ si vacío de senos está su corazón si no tiene las uñas pintadas/ si tiene sólo un abanico de libélulas.



Siguiendo este rumbo, sería meritorio detenerse también en otros rostros retratados talentosamente por Salari, a los cuales sugiero –una vez más– acercarse no como a fotografías de variable independiente sino a partir de su vinculación con las latitudes de la obra de cada quien. La foto de René Peña se muestra cargada de gran fuerza expresiva. Sus marginales series: Man Made materials y White Things conforman junto a su rostro retratado un todo circulando que apunta hacia la búsqueda del cuerpo negro, la indagación en el santuario de la piel negra. Continuidad que pudiera tener vasos comunicantes con el investigador Tomás Fernández Robaina –fotografiado también en Faces, Bodies, Personas...–, autor de El negro en Cuba 1902-1958, que tiene como preocupación la constante del movimiento y pensamiento negro en Cuba. Una vez más el enlace se efectúa, el broche cierra la capa.

Apenas he querido detenerme en lo que creo son uniones tácitas entre las dos series de fotografías y que conforman una consolidada poética de la imagen como generadora y articuladora de realidades. Algo más une ambas series: la mirada sobre el fondo, el contexto. Ejemplo de ello es el solar habanero que conforma el telón detrás de Jorge Ángel Pérez, importante escritor cuyo ejercicio narrativo se ahonda en diferentes aristas del cuerpo y la marginalidad.


El entorno, la cotidianidad de la épica cubana circundante, acercan aún más las porciones de este conjunto fotográfico documental aunque también algo separa las series mencionadas. En la mayoría de las fotos de gays y travestis, éstos se reúnen, se miran, se rozan, que es un modo de decir que se guardan entre ellos o son su propia escolta ante un espejo de dos caras que muestra una imagen en conjunción, acompañada de sí misma. Sin embargo, los escritores, los artistas, aparecen siempre e invariablemente a solas, convertidos en marginales solitarios, dedicados al extraño arte del corredor de fondo y a su sempiterno aislamiento que destierra.


De cualquier modo, rostros solos o acompañados son estas las fotografías de cuerpos que viven, mueren, se renuevan, pierden la piel en la carrera para regenerarse posteriormente en la Cuba de hoy. Fragmentos de una nación que Babak Salari reunió para mostrar la diversidad y la mezcla, las variables y la permanencia. Son los cuerpos de la resistencia, los sobrevivientes de muchas crisis. Son lo que con tanto acierto Norge Espinosa definió: “la única posesión real, que sin pudores se deja ver, mira a la cámara y se ofrece”. El quid está en ver qué hacemos con ellos...






[1] Margarita Mateo: Entrevista concedida a Johanna Puyol en La Jiribilla, dic. 2007.
[2] Poema de su libro Lirios sobre fondo de espadas (Letras Cubanas, 1995), Premio de la Crítica, 1996.

viernes, 19 de agosto de 2016

Y Cuba… ¿hasta dónde llega?

Por:  Laura Ruiz Montes

Según ha dicho Porter Allen, de manera rápida y entendible, el Caribe llega hasta donde suenan las maracas… Es posible coincidir o no con el axioma, pero lo que resulta innegable es la cantidad de preguntas que esta afirmación provoca. Una de ellas, por ejemplo, podría ser la siguiente: si el Caribe llega hasta donde suenan las maracas, entonces ¿hasta dónde llega Cuba? o mejor aún ¿hasta dónde podría llegar Cuba?



En momentos en los que el corrimiento y/o borramiento de límites es característica cotidiana y acostumbrados a los entrecruzamientos más allá de las fronteras nacionales y psicológicas que definen nuestras naciones caribeñas, continuamos celebrando la aparición de sendos libros escritos por dos académicas cubanas que hacen vida y obra fuera del territorio nacional y que se unen en ese punto en común que es el intento de narrar la nación. Escrito en cirílico. El ideal soviético en la cultura cubana posnoventa, libro de ensayos escrito por Damaris Puñales Alpízar, profesora de la Universidad Western Case Reserve de Cleveland y Cuba post-soviética: un cuerpo narrado en clave de mujer, de Mabel Cuesta, profesora de la Universidad de Houston, vieron la luz en Santiago Chile, publicados por la editorial Cuarto Propio, en el cercano y lejano 2012.  De este modo, Cuba/URSS/Estados Unidos, se convierten en triangulación que no es detalle menor, sino un agregado que enriquece el resultado final sobre la base del nomadismo de ideas y una contaminación absolutamente saludables de la labor creativa, privilegiada por el poder de la errancia.

La observación de las subjetividades históricas está llamada a tener, cada día más, un peso real en la conformación de los relatos nacionales. Indagar, preguntar, hurgar hasta donde sea posible en los rincones de las sensibilidades y emociones es un  camino muy productivo para entender de dónde venimos y qué nos ha conformado, a esa labor se entregan ambos volúmenes mencionados. A su vez, la inserción cada vez más acertada del tema del binomio URSS-Cuba en los estudios actuales ayuda a desenredar la madeja histórica y a (re)colocar a la Isla en el mapa general, en el trazado de la totalidad del mundo cultural presente.

Puñales Alpízar sabe de la importancia del diálogo entre las raíces, los suelos y los techos sucesivos que termina por crear la enjundia que somos, la mezcla de vida que por elección o imposición se va sumando para convertirnos en una suerte de complejísimos collages. Con este barro ha amasado la académica su pensamiento.

Hoy cuando aún resulta un poco extraño volver a contemplar las playas cubanas colmadas de turismo ruso, o nos quedamos pasmados cuando nuestros hijos aparecen en casa con muestras de dibujos animados de la otrora URSS, o cuando nos vemos a nosotros mismos alimentando el recuerdo de nuestros “gloriosos” años ochenta y celebrando a mandíbula batiente los frascos de conservas, la latas de carne rusa, las películas, la colección de revistas Sputnik y todo cuanto de la antigua URSS recorrió la isla y por supuesto, nuestras vidas, este libro viene a aportar una buena parte de la explicación, la preciada posibilidad de entender, de entendernos.

La autora, en estas páginas, repasa las relaciones entre las dos naciones a partir de los años veinte del pasado siglo para explicar vínculos entre países distantes geográficamente, pero cercanos en afanes políticos y procesos culturales. Con la indiscutible ventaja del insider concibe e inserta el término comunidad sentimental soviético-cubana en las matrices del surgimiento y devenir de la conciencia nacional. A la vez que consigue descubrir y mostrar la ruta que va de lo impuesto a la relación natural.

El tomo se centra en las décadas de 1960 a 1990 y la influencia de estas en la producción cultural posterior. Valora detalles simbólicos como la cohesión de una lengua, el legado emocional y estético, la educación sentimental y académica generadora de nostalgias, independientemente de credos y filiaciones políticas. Valiosas obras influidas por “lo soviético”, que alcanzan madurez intelectual paradójicamente después del fin de la URSS y no durante sus años de presencia real, son expuestas aquí con sagacidad. Los acercamientos críticos de estas páginas revelan la importancia de la subjetividad antes mencionada en el conglomerado de identidades en tránsito, dispersas y múltiples, configuradoras de la ineludible Cuba actual.

A la manera de Harold Bloom,  Damaris Puñales también concibe la crítica como forma autobiográfica. Nutrida por una estética del fragmento muestra generaciones que, formadas bajo la ascendencia soviética, constituyen hoy parte de la saludable diferencia en el panorama antropológico de la isla y más allá de sus fronteras naturales. Una buena parte de las lecturas posibles que se derivan de sus análisis están signadas por un hilo conductor: la nostalgia por lo soviético no es un constructo. No es una nostalgia personal, es una nostalgia colectiva, pero sobre todo es algo en lo que no estamos solos y esa compañía podría ser uno de los pilares para el sostén cotidiano.

Hoy que las noticias no llegan a través de los radios VEF, que los viajes desde Cuba hacia los países socialistas ya no existen; hoy que el oso Misha ha sido cambiado por tantos y tantos otros emblemas, que la lata de leche en polvo soviética ha largado el fondo por el herrumbre, nos queda, eso sí, la experiencia vivida, el estremecimiento que supuso el derrumbe del paradigma que constituía la otrora URSS y su impronta en la realidad y cultura cubanas. Pero sobre todo permanecen estas indagaciones  que se insertan en el estudio de la memoria cubana y en la necesidad de recuperarnos como nación total que agrupe la historia de las ideas y la cotidianidad de las sensibilidades.

Desde las páginas de Cuba post-soviética: un cuerpo narrado en clave de mujer, Mabel Cuesta superpone cuerpo nacional y cuerpo femenino en un espacio (psicológico y sociológico) donde ambos se funden para conseguir una representación que de modo ubicuo relate la historia nacional pero donde el elemento nostálgico no copa las primeras planas. Su texto se centra en el momento postsoviético y en las diferencias aparecidas en los discursos literarios de las narradoras que conforman su campo de observación. ¿Cómo estos discursos ayudan, se insertan, se evaden, se construyen a sí mismos o traspasan las fronteras nacionales en la edificación de la “nueva” historia cubana?, parece ser una de las claves del volumen.

La ensayista toma como centro a doce escritoras cubanas en su mayoría nacidas después de 1959 pero su trazado va a los orígenes, proporcionando una interesante cartografía que muestra la ruta innegable de las feministas cubanas desde los años veinte y que pone en evidencia no ya los hechos aislados de una u otra etapa, sino el largo y matizado proceso desde entonces hasta nuestros días. Con total claridad aparecen expuestos algunos nexos entre las acciones del Club femenino que en las primeras décadas del siglo XX  se encargó de intentar agrupar a las mujeres de la isla y la creación en 1960 de la Federación de Mujeres Cubanas. La insistencia del valor de la tradición en la Historia Cubana es uno de los méritos más importantes que asoman en estas páginas. A ella nos convoca su autora en la aspiración de encontrar el camino de pasado a presente que permitirá, a su vez, una mejor visión y basamento para el futuro.

Obras escritas en los años ochenta y noventas del pasado siglo y primera década del presente, permeadas por eventos históricos, sociales y políticos del momento, son estudiadas desde una justa perspectiva a la par que presentadas dentro del relato literario mayor, con énfasis en autoras nacidas entre 1959 y 1975, corpus seleccionado por esta investigadora que se apresura a dejar muy en claro la existencia de un círculo más amplio y extendido, merecedor de estudio aparte.

El valor de las antologías más allá del afán arqueológico, el reconocimiento de un discurso que se reconfigura a partir del sujeto país devenido identidad femenina, el valor de los “puentes” generacionales, y de las representaciones sociales en la narrativa cubana son privilegiados también desde esta labor ensayística.

La importancia de la memoria como ejercicio crítico en no pocas de las obras estudiadas está casi al centro de los acercamientos de Cuesta, en tanto le permiten mostrar el corrimiento del imaginario nacional cubano post caída del muro de Berlín y reflejado en un sujeto mujer fragmentado y bifurcado. Mujeres narradas por mujeres pueden ser leídas como la Isla narrada por las islas/individualidades que la colman y construyen.

Tanto Puñales-Alpízar como Cuesta han tomado la muy acertada decisión de estudiar creaciones y autora(e)s que viven tanto en Cuba como en otras regiones del mundo, lo cual enriquece ambos volúmenes logrando un diálogo efectivo con la Cuba real, insertándola en el relato global actual.

Escrito en cirílico reúne acercamientos al audiovisual cubano y las coproducciones fílmicas cubano-soviético-rusas, así como los cambios estéticos-ideológicos vividos por estas en el período abordado. Mientras que las huellas soviéticas en la Cuba literaria quedan explicitadas en la revisitación a las trilogías de Jesús Díaz y José Manuel Prieto que orgánicamente se enlazan con la producción literaria de Anna Lydia Vega Serova, Gleyvis Coro, Emerio Medina, Reynaldo González y Alexis Díaz Pimienta, por solo mencionar algunos de los autores elegidos cuyas obras revelan una subjetividad moldeada  por más de una treintena de años de presencia soviética en la Isla.

Cuesta, mientras tanto –abriendo también el portón- narra y exhibe una Cuba literaria que, amparada en escrituras y poéticas diferentes pero con ciertos ejes comunes, va desde la insoslayable presencia de Sonia Rivera Valdés con su Premio extraordinario Cuba-Estados Unidos convocado por la Casa de las Américas, hasta la representación por parte de Ena Lucía Portela de posturas desacralizadoras de la Historia Nacional que durante mucho tiempo habían sido invisibles en la narrativa cubana. En el arco intermedio aparecen, entre otras, Karla Suárez, Jacqueline Herranz y Anna Lydia Vega Serova, unidas todas en la tarea de (re)crear y (de)mostrar una nueva subjetividad acorde con el momento histórico presente, reflejando identidades que aunque en tránsito procuran, en la mayoría de los casos, la integración de una cultura cubana libre de estancos.

Ambas ensayistas, quizás sin proponérselo, son la muestra en la praxis de lo que estudian, plantean y concluyen. Puñales-Alpízar se reconoce como una “niña rusa”, se sabe parte de esa comunidad sentimental que tan bien describe y ya desde la introducción de su libro confiesa una implicación emocional directa con su objeto de estudio. Regala una intervención personalísima contando su sueño estudiantil de visitar la URSS y sus maneras de acercarse años después a este sueño, recibiendo clases de idioma ruso primero en México y luego en Iowa, estudios que siempre la hacen experimentar la cálida sensación de “volver a casa”.  Cuesta, en cambio, está en la línea fronteriza de las narradoras estudiadas. Habiendo nacido en 1976 ha publicado libros de cuentos tanto dentro como fuera de la isla caribeña, develando un discurso propio en juego con el engranaje insular de intramuros y de la diáspora. De esta manera, además de lo acertado de las poéticas de sus volúmenes de ensayos, sus autoras agregan el hecho de ser ellas mismas el mensaje. Quedando claro que, -para decirlo en voz de la poeta uruguaya Idea Vilariño- es posible ser  testigo, juez y Dios/ sino, ¿para qué todo?

jueves, 11 de agosto de 2016

Bonjour Manman, Bonjour Monsieur…(1)

Por: Laura Ruiz Montes

Cuentan que durante la exhibición en Camagüey de Reembarque, valioso registro histórico documental de cincuenta y ocho minutos dirigido por la realizadora cubana Gloria Rolando, quien también fue su guionista y producido por el ICAIC, se escuchó nítidamente la voz de un niño que asombrado preguntó: “Abuela, ¿qué tu haces allí?”. Ese “allí” eran las costas cubanas y haitianas, personajes ineludibles de la historia que la cineasta tejió, con respeto y hechizo, con rigor, ceremonia y candidez. En verdad, no se sabe dónde acaba una orilla y dónde comienza la otra. La lágrima real sobre el rostro curtido, no la del sentimentalismo ramplón, ocupa el lugar donde –a ojos vistas– ha reinado un vacío historiográfico que diera fe de la permanencia y el desgarramiento de  aquellas familias protagonistas de la emigración haitiana a Cuba. Es válido recordar que de 1910 a 1931 del total del millón de inmigrantes que surcó aguas para probar suerte en la isla cubana, setecientos mil eran haitianos.

Gloria Rolando


Amparados por un excelente contexto musical que casi levanta en vilo, con banda sonora diseñada por Juan Demósthene, basada en composiciones de Lucía Huergo e interpretaciones del grupo vocal Desandann, se suceden los testimonios, especies de haikús caribeños que resultan aportes antropológicos para el estudio de la relación Cuba-Haití. La memoria de descendientes haitianos de comunidades de Camagüey y Santiago de Cuba, entre otros enclaves, y las voces desde Les Cayes se agolpan hora en creole, hora en español, salpicadas a ratos por contaminaciones lingüísticas que enriquecen los comentarios y  aportan mixtura a la mirada sobre la identidad caribeña.

El ciclo de hogares divididos es eje central del nuevo trabajo de Rolando, ejemplo de dignidad investigativa y fílmica. Aquí aparecen familias haitianas escindidas al partir algunos de sus miembros hacia Cuba en busca de mejoras económicas. Emigrantes que sufrieron más tarde la deportación, volviendo a quebrantarse el núcleo consanguíneo, pero esta vez “del lado de acá”. Madres, padres, hijos, obligados a regresar a Haití porque Cuba era para los cubanos y la salvaguarda de la economía contratando solo el 50% de toda la mano de obra extranjera, fueron el pretexto esgrimido por el gobierno de Pío Socarrás a partir de 1933, siendo mil novecientos treinta y siete el año de mayor crudeza. Repatriación humillante, hijos que permanecieron en la zona oriental de Cuba perdiendo casi todo contacto con sus inmediatos. Haitianas y haitianos que no han vuelto a su país natal, que no regresaron, que no enterraron a sus muertos en la isla vecina y cuya propia muerte quedará sellada en suelo cubano.

Y en medio de todo el panorama anterior, en la punta del mástil, la solidaridad: hogares cubanos que acogieron y escondieron –para evitar fueran regresados a la fuerza– a niños y ancianos que de la noche a la mañana quedaron convertidos en mercancía descartable. Así vemos desfilar las lomas de Oriente por los ojos de quienes siendo pequeños fueron devueltos a Haití y ahora, ante la cámara, hacen recuento desde la isla vecina. Así vemos desgarrarse a quienes soportaron firmemente en Cuba las noticias de sus pérdidas en la isla próxima y a la vez distante, llorando en la angosta línea de las separaciones.

Pero estos acontecimientos no es posible estudiarlos aisladamente porque en cierto modo pueden ser enlazados con la masacre de haitianos en la frontera dominicana en 1937. Niños arrancados de Santiago de Cuba y repatriados para Haití. Abuelos, madres, padres, forzados a partir quedando sus hijos en la mayor de las antillas. Historia de expulsión en las costas cubanas. Historia de crímenes en la frontera dominicana. Trabajadores haitianos indisolublemente ligados a la economía cubana, al progreso de los ingenios azucareros; emigrantes con la sola y legítima aspiración de encontrar una mejor vida, hermanados en la muerte a aquellos que no supieron pronunciar correctamente la palabra “perejil” y por ello, antes de poder cruzar el río, encontraron el tajazo en las navajas de las huestes trujillistas. Hombres y mujeres vomitados violentamente, como desecho tóxico. Supresión, eliminación, repudio, blanqueamiento, descarte… caminos de muerte sobre las aguas.

Un mérito más de la realización de la documentalista cubana es el tercer lugar que crea/recrea al mezclar el testimonio de haitianos que sobrevivieron a la catástrofe   –o sus descendientes– con las opiniones especializadas de historiadores e investigadores de ambas culturas y el papel de relevantes figuras políticas cubanas. Ahí están la mirada de Evelio contando sus días en la finca de los Castro, la potestad de las palabras de Suzy Castor, Michel Héctor y Graciela Chailloux, la presencia y leyes llevadas a efecto por Jorge Risquet. De la oficina en La Habana a la biblioteca, del patio de tierra de la casucha a los archivos haitianos y de ahí a las calles abigarradas que ascienden hacia un cielo real en Port-au-Prince va el camino que  perfila aún más el devenir de nuestra Isla Grande, definida por la inquietante mezcla de sangre africana, sustancia europea, suelo criollo, éxodos y desplazamientos varios…, tout melé. Dentro de la amalgama, los braceros antillanos, las migraciones caribeñas (espontáneas o forzadas)  generadoras de aquello que la  lengua creole llama “drive” y que se refiere “a una situación […] durante la cual se yerra sin fin” y que “representa la búsqueda identitaria de las Antillas  que se realiza en el seno de su espacio”[2], constituyen sólida materia prima de este trabajo visual.  

Anécdotas, danzas, cantos en creole, unen las orillas drásticamente separadas. La historia cotidiana, sobrevenida extraordinaria, irrumpe desde el testimonio expreso de quienes sufrieron la herida histórica. Una valiosa labor investigativa atraviesa estos fotogramas, sostenida por una dramaturgia no tradicional. El bregar entre documentos de la época y montañas orientales regresa en la constatación de la huella haitiana en Cuba. El poder de síntesis de las imágenes en la fotografía de Oscar M. Valdés y la pluralidad de planos tienen el mismo sabor de la simbólica sopa de calabaza degustada cada primero de enero como celebración del fin de la esclavitud y en homenaje a la contienda de Dessalines.

Durante las exhibiciones de Rembarque en Port-au-Prince, la Historia encontró su continuidad y quienes estábamos en aquel “allí” constatamos, una vez más, que dos Patrias tengo yo: Cuba… y Haití.                                               


[1] “De Haití a Cuba”, canción de Ebenezer Semé
[2] Patrick Chamoiseau: Écrire en pays dominé. Paris : Gallimard, 1997.

martes, 2 de agosto de 2016

El aterrizaje caribeño de Occidente

Por: Laura Ruiz Montes

Un cuerpo femenino sangrante, en agonía, y una historia que va corriendo a la par, inauguran la novela La sangre y el mar, del escritor haitiano Gary Victor[1]. La sangre brota, se derrama, se convierte en hemorragia a consecuencia de un aborto mal realizado; pero trasciende el espacio de la agonía física para ser continente de decepciones sociales, desgarramientos y dolores provocados por una angustiosa historia que atañe tanto al espacio nacional como al íntimo.

La sangre de Herodiana, la protagonista, tiene como único testigo a su hermano Estevel, es él quien retira los trapos empapados y con delicadeza limpia los fluidos ya antes conocidos. Había sido el único testigo de la primera menstruación de su hermana, el único que ayudó a la adolescente a lavarse y quien le enseñó a utilizar las toallas higiénicas. Todo ello los convierte, más allá de la frase trillada,  en “hermanos de sangre”, entendiendo como tal la presencia compartida de una intimidad de dolor, impureza y tremendismo; a la par que los confraterna en el instante en que la joven siente que la suya no es más que una extensión de “la sangre pútrida de los escupitajos de su madre” (37), antes fallecida a causa de la tuberculosis. Hijos son de un mismo cuerpo sangrante que se extiende cronológicamente: el cuerpo de la nación.

No resulta casual ni un hecho aislado la elección del nombre de la protagonista: Herodiana, cuya cercanía etimológica con Herodes (el Grande) está muy clara. La matanzas de los inocentes de aquel, es trasladada a este aborto, a esta sangre en el Caribe negro, a esta matanza por procuración. Tantos siglos después hay otras muertes bajo leyes y circunstancias diferentes, pero conformando un panteón común de inocencias arrebatadas, ingenuidades asesinadas, nacimientos y fundaciones imposibles. En su relectura, Victor va más lejos. Herodiana, vendría a ser consecuentemente una habitante del Herodión, palacio/fortaleza construido en lo alto de una colina por Herodes el grande y factible, en alguna de sus acepciones posibles, de ser traducida como “pequeño paraíso”. En la novela haitiana esta joven vive con su hermano en un cuartucho alquilado en Paradis (Paradiso), un barrio pobre también situado en lo alto, de muy difícil acceso y llamado de esa manera porque “había que subir hasta el cielo para llegar allí” (46). Aquel Herodión conforma un lugar de descanso, vuelto a excavar (a redescubrir y celebrar una y otra vez) por arqueólogos e historiadores, mientras el espacio caribeño, en cambio, permanece invisible, sepultado, olvidado, amasijo de pestilencias, aglomeración, peligros reales, miseria, sin agua potable, colmado de destrucción y muerte.

La relectura de amantes desgraciados que a lo largo de la historia de la literatura han sido, también parece encontrar en esta obra su reevaluación, salpicada por indicadores propios de la telenovela como género. La representación dramática de los amores frustrados, la imposible movilidad social, la joven seducida y abandonada, las familias que se oponen, las clases sociales en juego, se entrecruzan aquí con la historia haitiana real.

Herodiana sueña con su príncipe azul –salido de la tradición europea– que en estas costas antillanas se convierte en un príncipe blanco, transmutación de colores, cruel en su esencia. La novela rosa se metamorfosea hasta rozar los límites del drama social haitiano. La joven sucumbe ante la seducción desplegada sin mucho esfuerzo por Iván, rico, de piel clara. Ella lo ama. Él  la usa: es impotente ante las jóvenes de su clase, solo con prostitutas y negras logra el clímax de placer. El origen de esta, su condición, proviene de ciertos hechos ocurridos en su adolescencia. El daño infringido alcanza límites insospechados, llega a convertir a Iván en cómplice de una violación colectiva. No parece haber transcurrido un solo día desde que los dueños de la plantación y la dotación tomaban, violentaban, poseían, con todo su furor y prepotencia a las negras esclavas. Es la manera de Victor de avisar que la esclavitud y su larga cadena de horrores no es un fenómeno del pasado. Es el modo de poner la lupa sobre las secuelas, sobre sus huellas en el presente del país.

El intento de búsqueda y conformación de la identidad en nuestras quebrantadas islas, la necesidad de reunión de esos fragmentos puede conducir a los cuerpos por disímiles senderos. En el fondo de este afán siempre está presente la necesidad de reunificación del hombre, entrevista a partir de la unión de los sexos para conjurar el caos  e intentar una vuelta a la “unidad primordial, la unidad soñada”[2]. Pero si a la “androginia originaria, al alfa y al omega, al platonismo”[3]… se unen los caminos truncos de la historia caribeña, los procesos de la trata africana y la colonización, entonces todo se complejiza, que quiere decir, a su vez, que –también– se enriquece.

Herodiana busca completarse en su hermano Estevel, el conjuro a su identidad fragmentada. Estamos en presencia de otra relectura de los mitos y leyendas de amantes desgraciados; en este caso desde la monstruosa condena que cultural y socialmente el incesto carga sobre sí. Incesto, por demás, que nunca llega a vías de hecho en esta novela pero que sí es soñado, anhelado y confesado.

El anclaje en el Caribe de los lejanos amantes europeos infelices deriva luego de tocar estas costas. El amor de Herodiana por Iván entronca con el amor de Herodiana por su hermano: imposibilidades, horror, triángulo de desesperación y carente de salida, entorpecido aún más por la homosexualidad de Estevel. Negación total y trascendente de cualquier posibilidad de unidad, de identidad, para el Caribe dolido. Los hermanos ya no son un par separado que podría, pese al censurado horror del incesto, completarse y fusionarse, sino que cada quien es un eslabón perdido, incapaz de juntar sus esquinas con el otro. A todo ello se suma la muerte posterior de Estevel, el héroe gay defensor de la vida de su hermana, a manos de Iván y sus guardaespaldas, como posible colofón de maldición sobre toda utopía. Pudiera entonces pensarse que esta negación simboliza el futuro de Haití: la  imposibilidad de conformar una identidad real.

Pero Gary Victor ofrece otras posibilidades, definidas por la mezcla de lo posible con su opuesto, el poder del símbolo, la sublimación del dolor a través del arte y  la reescritura de la historia, para intentar salvar y dar continuidad al rescate de la esencia del yo caribeño. En uno de los bordes de ese camino se muestra la defensa de la insularidad, la admisión de que la circunstancia del espacio rodeado de agua por todas partes podría no ser una maldición. En ese anhelo se inscriben hermosas páginas de esta novela, reveladoras de la relación mítica entre Estevel y el mar que lo protege.

Agwe, loa del rito rada, protector de los marinos, que en la religión afrocubana podríamos conciliar con Yemayá, protege a Estevel. Tan así es que el fallecimiento de este es vengado por una inmensa tromba de agua que da muerte a sus asesinos y llega, con su fuerza, a todos los rincones. El camino continuo de Dahomey a Puerto Príncipe, los dioses que atravesaron el océano para conformar los espíritus del vudú haitiano se mezclan con los hombres e intervienen en sus vidas. Muchas representaciones artísticas han mostrado a Agwe como un barco sobre el mar o un navío que flota. Gary Victor lo revela desde los cinco sentidos humanos equiparando la representación del mar y de Agwe con la representación de Estevel. Así, en más de una ocasión Herodiana toca a la puerta del cuartucho donde se encontraba su hermano y no obtiene respuesta, solo escucha sonido agitado de oleaje. Cuando mira por las rendijas observa un mar emergiendo y criaturas marinas rodeando a Estevel que, sumergido hasta la cintura, tamborilea sobre la superficie del agua. Y después, invariablemente, se sigue escuchando el golpe de las olas, el olor a algas que permanentemente desprendía el cuerpo del hermano. Por otra parte, Wilson, artista renombrado, pinta a Estevel copulando con las olas del mar, convirtiéndolo a través de su arte en un “cuerpo musculoso de textura de tal ambigüedad que no podía saberse si estaba hecho de carne o de mar” (81). Es así como el mar alcanza categoría de un todo que es más que la suma de los segmentos. La sensibilidad, la homosexualidad de Estevel es amparada por el mar: “Mi hermano era distinto porque arrastraba tras él los olores y rumores del mar de su pueblo” (66). El mar es, en distintos momentos de la obra narrativa, la venganza, la caricia, la sanación, la sensualidad, la purificación, el amor y el odio. A la aparente maldición de nuestras islas cerradas, Gary Victor opone la renovación del mar, la sal sobre las heridas para ayudar a la curación, el camino sobre la mar que une a África con el Caribe y  también acerca nuestras islas. Imprescindible es esta relectura y su articulación en el bien de la nación, que se inscribe en las razones de Glissant para no considerar la insularidad una prisión.

Toda la novela transcurre como una especie de monólogo interior de la joven que en las primeras páginas agoniza y que llegada al final de la lectura, se salva. No solamente en una salvación física, sino que además encuentra el camino de la escritura como posible senda de (re)construcción y (re)inserción. A lo largo de la novela ya se había visto a Herodiana sumergirse una y otra vez en la lectura. Ante  sus ojos desfilan Marie Chauvet, Guy des Cars, René Depestre, Frankétienne y otros, además de no faltar la alusión a Graham Green y Saint-John Perse. Por ello no sorprende cuando Herodiana elige la escritura como develamiento de la realidad, de la existencia del Ser. La noche en que la protagonista huye de un intento de violación, el joven que la ayuda en la fuga al oír sus planes de denunciar a la policía el hecho, le dice “Hágase invisible” (138). La escritura de Herodiana y esta, su historia, que en mucho se acerca a una especie de novela de formación y que podría también haber sido escrita —¿por qué no?— por ella, son su rebeldía ante ese consejo y a la vez ante la no existencia, son su espacio de libertad, su actitud contestataria, la visibilidad que quiere para su vida, la visibilidad que reclaman y necesitan nuestras mujeres antillanas.

Las escenas finales de la novela son una profunda y conmovedora respuesta al dolor caribeño y al haitiano en particular. Herodiana, abrazada en una esquina cualquiera a quien puede ser considerado la antítesis del príncipe azul y del ideal masculino de belleza, explica: “Como me aprieta contra sí, la tierra tiembla con fuerza bajo nuestros pies” (173). Gary Victor reescribe la historia, un abrazo real, efectivo, sustituye al atroz temblor de tierra. Los nuevos amantes no quedan ni destrozados ni convertidos en piedra como los de Pompeya. Y ese es quizás otro de los guiños significativos de esta novela: la sublimación, la transposición de la catástrofe y el mal a través del sueño y el arte, artimañas de la creación que aquí consiguen el efecto anhelado.


[1] La sangre y el mar obtuvo el  Premio de Literatura Caribeña en francés o creole, de Casa de las Américas 2012 y vio la luz en la Feria Internacional del Libro de La Habana 2013, publicada por Fondo Editorial Casa de las Américas. Todas las citas son de esta edición.
[2] Para más argumento sobre el tema, consultar: Fernández Díaz, María del Carmen. "La nostalgia de la unidad perdida: el tema del incesto en la literatura francesa”. Dialnet. Web. 23 Marzo. 2013. http://biblioteca.universia.net/html_bura/ficha/params/title/nostalgia-unidad-perdida-tema-incesto-literatura-francesa/id/25288302.html
[3] Ídem.

Cosas sin importancia

Por Laura Ruiz Montes

En Amores y cosas sin importancia la escritora haitiana Michèle Voltaire dice que tocar a los negros da buena suerte… Lo dice más de una vez en el transcurso del libro. Esa podría ser la razón por la cual sus protagonistas son mujeres acariciadas, violentadas, poseídas, penetradas, esculpidas, amadas, manoseadas…es decir: una y otra vez tocadas.

Presentadas a veces desde un humor agudo y en otras ocasiones desde el más penetrante de los dolores, estas mujeres conforman un universo muy disímil. Pudiera pensarse a ratos en una suerte de diario íntimo que muestra las posibles caras de Eva. En otros momentos pareciera que se trata de una especie de catálogo o relación de nuestras negras caribeñas.

Pero esa no es la única ambigüedad de Amores y cosas sin importancia, ni es la más importante. El punto clave, a mi modo de ver, está en el reflector que permanece fijo sobre esos cuerpos femeninos que exteriorizan bastante más que sus coordenadas anatómicas y sus apetencias sexuales.



En una primera lectura quizás lo que impacte sea el tono erótico y desinhibido de la muestra. La intimidad al descubierto, el atrevimiento, los cuerpos verdaderamente desnudos… Y es una lectura válida pero no debe perderse de vista el firme carácter subversivo de este libro que mezclando prosa y versos hace un rasguño peligroso a la imagen que, desde hace siglos, se ha proyectado de las mujeres antillanas.

La identidad femenina da un giro al timón en esta obra. Ya no se trata de esas heroínas negras, marcadas por la matrifocalidad, destinadas a un hogar donde ellas son el centro. Ni tampoco se adentra en el largo camino recorrido a través del mito donde esas mujeres han sido curanderas y brujas o más bien sorcières –para decirlo en el conocido término del caribe francófono.

Michèle Voltaire propone un desvío en el orden establecido. Rara vez se trata de la maternidad sacrificada, de la abnegación en pro de los hijos, de la renuncia, de los deberes alrededor del fuego del hogar. Aquí se habla del cuerpo de la mujer, de su derecho al goce y al amor. Del deleite de su piel negra brillando plena de excitación y deseos varios.

En primer término no importan las posibilidades de fundar o no una familia, ni las opciones para esa familia. No se trata de seguir cargando sobre los hombros el incómodo y pesado rol medular. Es, más que todo, la opción de hacer con el cuerpo lo que el cuerpo pida. Se trata de permitirse apoyar las caderas contra el muro y girar enardecida. Pero más que el cuerpo y sus vaivenes, lo que interesa es la custodia de sí. Poder gemir en palabras vulgares o dulces no es más que la legítima defensa del summun de todos los derechos, en una totalidad en mayúsculas. Y para ilustrar esa ruptura de mitos vale remitirse a “El amor materno”, prosa cruel, agónica, cínica, punzante, en carne viva: Un día, él se acercó demasiado al fogón. Se quemó la mano. La carne chisporreteó. Ella miró y con una sonrisa indefinida dijo Tendrás cuidado la próxima vez (…) (65).

En más de un momento, alguno de los personajes femeninos dice: “Me mintieron…” o “Mi madre me mintió”. La alusión está clara. Nada es como lo habían anunciado, hay que hacer un camino propio, que vaya más allá de la tradición, más lejos que lo contado y trasmitido. Hay que salirse de ese linaje de mujeres que engrosan el álbum familiar, que conforman los retratos de los rostros muertos pegados sobre los espejos.

Michèle Voltaire también muestra los tormentos de los cuerpos. Habla de “un dolor que no se canta”, habla de la rayuela escrita con tiza sobre el asfalto que en un abrir y cerrar de ojos desapareció –como la infancia– para convertirse en un juego macabro: el paso del Infierno al Paraíso, que se recorre saltando en un solo pie, a merced de todos los peligros.

La prostituta Altagracia y su hija Salomé; los hinchados ojos de la loca Clemencia; la mujer que amaba a un hombre “que se llamaba como su ciudad” y que fue asesinado en el Santiago de Chile del 73 y la piel “arrugada y ajada como un mosquitero” de Hortensia Nerval son cuestiones de familia que no quedaron bien escondidas y que        –absolutamente palpables, tocables– contradicen la idea de la adolescente que en “A cada uno su película" cuenta: Cuando llegué a este país no hablaba el idioma. “¡Hola, hola!”. Todos decían “Hola”. Yo respondía con mi nombre. Creía que todos se llamaban Hola. Pronto logré apresar esas palabras extranjeras. En la calle me tocan la piel y los cabellos. Los negros traen la felicidad… (19) Ese es el gran desmentido de este conjunto, la verbalización de la ambigüedad, el mito-raíz hecho añicos. Es, para decirlo en los códigos del título de la última prosa del cuaderno “La verdadera vida”, el drama, la tragedia tropical. Y es así porque este volumen nos permite asistir al descubrimiento del lazo real, la relación irrefutable que existe entre las protagonistas de este libro y la verdadera identidad de nuestras negras caribeñas.

Amores y cosas sin importancia. Michèle Voltaire Marcelin. Editorial Arte y Literatura. Colección ALBA Bicentenario. Narrativa. La Habana, 2010. Todas las citas son de esta edición.