lunes, 25 de septiembre de 2017

María

Nuestras islas del Caribe han sido acosadas, violadas, devastadas por el paso de los más recientes huracanes. La angustia, las pérdidas, la aflicción parecen colmarlo todo pero a ratos, por entre los árboles caídos, las casas derrumbadas y el dolor por nuestros muertos, asoma una mano solidaria, una voz que musita, que cuenta, que acude a nuestro encuentro. Esta es mi humilde traducción al español de un texto que la importante escritora guadalupeña Gerty Dambury escribió en horas de zozobra, cuando el huracán María azotaba nuestras vidas.

Laura Ruíz
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Gerty Dambury

Por mucho tiempo, los ciclones fueron, en mis recuerdos, momentos compartidos con el vecindario, mis amigas, los amigos de mis padres.  Cuando el primer ciclón del que me acuerdo, Inés, yo tenía 6 o 7 años.  Habíamos pasado el día preparándonos. Habíamos sacado todo de la habitación de mis padres y los vecinos se habían instalado allí, con nosotros. Colchones en el suelo, tres decenas de personas juntas, hermanos, hermanas, amigos y amigas, vecinos y vecinas, parientes que venían de lejos. Recuerdo la angustia de aquellos parientes que esperaban a una de sus hijas, institutriz en Côte-sous-le-Vent y que regresaba a Pointe-à-Pitre en autocar. ¿Para qué esa travesía? Los vientos no habían empezado todavía. Nosotros estábamos allí, al calor. ¡Y qué calor! ¡Qué aire asfixiante! Después los vientos empezaron a soplar, la lluvia abatió la ciudad. Compartíamos el poquito de luz, el agua, el miedo y la certeza de no estar solos frente a ese evento. Algunos contaban sus recuerdos. Mi abuela había visto, en 1928, una plancha de zinc que por poco le corta la cabeza a alguien si no se hubiera agachado a tiempo. Era mi madre quien lo contaba. Mi abuela ya no estaba allí para contarlo. ¿Eran solo cuentos? Historias locas. Sí, seguramente. Siempre reíamos, esa era nuestra fuerza mayor. ¡Como todos los whatsapp que recibí ayer con la canción “María”, de Skah-Shah! Maríaaaaa… Hoy sé que algunos de nosotros están solos en los caserones, vigilando un postigo por aquí, una puerta por allá, escuchando un tejado chirriando acullá, un árbol en el jardín sacudido violentamente, con el pánico de que se caiga. Por mucho tiempo, los ciclones, habían tenido para mí ese lado de vida en común, compartida, sobre todo en el después. El día siguiente, el vecino  volviendo a clavar las planchas de zinc de su techo que se habían volado. No recuerdo que nadie se hubiera peleado por reconocer SU zinc, SUS zines. La gente se prestaba herramientas,  serruchos (siempre me gustó esa palabra pero nunca busqué tiempo para verificar su ortografía) “vecino, préstame tu serrucho un momentico”...  Y después, sí, mi madre hacía dankites.   Las cazuelas llenas de agua que habían estado tapadas, las ollas llenas de agua, los cubos, las palanganas, todo aquello que se pudiera llenar de agua estaba repleto y disponible. Un poco de harina, un poco de agua, un poco de margarina y ya estábamos seguros de poder comer esos dankites que remplazaban el pan. Después vino Hugo. Ya yo era adulta. Madre de familia  y en aquel momento  la angustia ocupaba todo el lugar. Me sentía fuerte junto a mi madre anciana, mi hermana mayor y mis dos hijos Había asegurado durante todo el día. Trabé bolsas para la basura debajo de las puertas para que el agua no entrara. Clavé tablas bloqueando puertas que no usaríamos. Calafateé todo. Les compré zapatos plásticos a mis hijos para que no caminaran sobre clavos oxidados al día siguiente. También repelente contra los mosquitos que proliferarían al otro día, lo sabíamos, por culpa de los charcos de agua. Recogí todo lo que estaba tirado por los alrededores de la casa y que podía convertirse en un peligroso proyectil. Macetas, tablas, bancos de jardín, etc. Me creía totalmente lista. De pronto comenzó un viento terrible. Golpeaba todas las puertas, cercaba la casa sin parar. Corríamos de una punta a la otra de la casa, para verificar una puerta, una ventana, un postigo. Oíamos subir y bajar el techo, como si alguien se empeñara en arrancarlo. La casa rechinaba como un barco viejo en el agua. Los niños comenzaron a vomitar de miedo, se escondieron debajo de las camas Había que mantenerse firme pese a todo. El agua subía aquí y allá, entraba por debajo de las puertas porque las ráfagas la empujaban sin descanso. Secábamos, no, no podíamos secar. Había que encaramar rápidamente los libros y documentos importantes que habíamos creído proteger encerrándolos en cajas de cartón envueltas en lonas plásticas. Así toda la noche. Toda la noche. Escuchábamos en un radiecito de baterías las llamadas angustiadas. Nunca más los ciclones fueron para mí sujeto de nostalgia, ni un sueño, algo para ver una vez en la vida. Porque al día siguiente tuve ante mis ojos la visión de un país arrasado, quemado por el agua de mar que había golpeado los árboles a más de 300 km/h en las ráfagas más violentas. Se me presentó la visión de gente sentada en medio del desastre de sus vidas, estupefactos, sin poder llorar siquiera. Mujeres mayores, aisladas, habiendo perdido todo y sin atreverse a reclamar siquiera un litro de agua, un litro de leche. Desastre de la pobreza. Los ciclones revelan todo el desastre de la pobreza que, en el día a día,  hacemos todo el esfuerzo para no ver.

Gerty Dambury

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Longtemps, les cyclones ont été, dans mon souvenir, des moments partagés avec le voisinage, les copines, les amis de mes parents. Pour le tout premier cyclone dont je me souvienne, Inès, j'avais 6 ou 7 ans. Nous avions passé la journée à nous préparer. Dans la chambre de mes parents, nous avions tout débarrassé et les voisins, les voisines s'étaient installées là, avec nous. Des matelas posés à même le sol, une trentaine de personnes ensemble, frères, sœurs, amis et amies, voisins, voisines, parents qui revenaient de loin. Je me rappelle l'angoisse de certains parents, qui attendaient une de leurs filles, institutrice en Côte-sous-le-Vent et qui rentrait à Pointe-à-Pitre en autocar. Pourquoi cette traversée ? Les vents ne s'étaient pas encore levés. Nous étions là, au chaud ! Oui, quelle chaleur ! Quel air étouffant. Et puis les vents ont commencé à souffler, la pluie à s'abattre sur la ville. Nous partagions la lumière chiche, l'eau, la peur et la certitude de ne pas être seules face à cet événement. Certains racontaient leurs souvenirs. Ma grand-mère, qui avait, en 1928, vu une feuille de tôle manquer de couper la tête de quelqu'un, qui s'était baissé à temps. C'était ma mère qui racontait. Ma grand-mère n'était déjà plus là pour raconter. Est-ce qu'il y a eu des contes ? Des histoires drôles. Oui. Sûrement. Toujours. Nous rions, c'est notre plus grande force. Comme tous les whatsapp que j'ai reçus hier avec la chanson de Skah-Shah, Maria ! Mariia... Aujourd'hui, je sais que certains d'entre nous sont seuls, dans de grandes maisons, à surveiller ici un volet, là une porte, là encore à écouter un toit qui grince, un arbre dans le jardin qui fouette violemment, avec la crainte qu'il ne tombe. Longtemps, les cyclones ont eu pour moi ce côté vie en commun, partage, surtout après. Le lendemain, le voisin reclouait les tôles de son toit qui s'étaient envolées. Je ne me rappelle pas qu'on se soit battu pour reconnaître SA tôle, SES tôles. On se passait des outils, scies hégoïnes (j'ai toujours aimé ce mot mais je n'ai jamais pris le temps de vérifier son orthographe) "vwazen, prété mwen légoyin aw, ti gouté"... Et puis, oui, ma mère faisait des dankites. Les casseroles pleines d'eau, qui avaient été recouvertes, les canaris pleins d'eau, les seaux, les bassines, tout ce qu'on pouvait remplir d'eau était plein et à disposition. Un peu de farine, un peu d'eau, un peu de margarine et on était sûr de manger ces dankites, qui remplaçaient le pain. Et puis, il y a eu Hugo. J'étais adulte. Mère de famille et là, l'angoisse a occupé toute la place. Je me sentais forte auprès de ma vieille mère, de ma sœur aînée et de mes deux enfants. J'avais assuré toute la journée. Cloué des sacs poubelles au-dessus des portes pour que l'eau ne passe pas. Cloué des planches en travers de certaines portes qu'on n'utiliserait pas. Calfeutré partout. Acheté à mes enfants des chaussures en plastique, pour qu'ils ne marchent pas sur des clous rouillés au lendemain du cyclone. Et de l'antimoustique parce que les moustiques allaient pulluler dès le lendemain. On le savait. À cause des mares d'eau. Ramassé tout ce qui traînait autour de la maison et qui pouvait devenir un projectile dangereux. Pots de fleurs. Planches. Bancs de jardin etc. Je me croyais prête. Et puis ce vent terrible a commencé ! Il frappait à toutes les portes, contournait sans arrêt la maison. On se précipitait d'un bord à l'autre de la maison, pour vérifier une porte, une fenêtre, un volet. On entendait monter et redescendre le toit, comme si quelqu'un s'efforçait de l'arracher. La maison grinçait comme un vieux bateau sur l'eau. Les enfants ont commencé à vomir, de peur, se sont cachés sous les lits. Il fallait souquer ferme. L'eau montait ici et là, passait sous les portes car les rafales la poussaient sans relâche. On séchait, non, on ne pouvait pas sécher. Il fallait vite monter les livres et les papiers importants qu'on avait cru protéger en les enfermant, dans des cartons entourés de bâche en plastique. Toute la nuit. Toute la nuit. On entendait les appels angoissés sur la petite radio à piles. Plus jamais, les cyclones n'ont été pour moi un sujet de nostalgie, ni un rêve, quelque chose à voir une fois dans sa vie. Parce que le lendemain, j'ai eu sous les yeux la vision de mon pays rasé, brûlé par l'eau de mer frappant les arbres à plus de 300km/heure dans les rafales les plus violentes, j'ai eu la vision de gens assis au milieu du désastre de leur vie, ne pouvant même pas pleurer, de sidération. J'ai eu la vision de femmes âgées, isolées, ayant tout perdu et n'osant pas réclamer, un litre d'eau, un litre de lait. Désastre de la pauvreté. Les cyclones révèlent surtout le désastre d'une pauvreté qu'on s'efforce de ne pas voir, au quotidien.
                                                                                             

jueves, 21 de septiembre de 2017

Un arcoíris para el Caribe



Por: Laura Ruíz Montes



Cincuenta años se cumplen en este 2017 de la publicación en Cuba  de  Un arcoíris para el occidente cristiano, de René Depestre, el gran poeta haitiano. Por aquel entonces, Depestre llevaba años viviendo en Cuba y este libro, “poema misterio-vodú” (como lo calificara su traductor el poeta Heberto Padilla) fue su entrega para Casa de las Américas. Cincuenta años después seguimos leyendo el libro de ese negro raíz de arcoíris que Eliseo Diego  calificó como “admirable  en su concepto, rico de sortilegio…”

He aquí la historia aparente de estos versos: a un juez de Alabama se le aparecen los dioses del vodú haitiano, toman su casa y la convierten en el mágico escenario de sus ritos ancestrales. Atibon-Legba, Damballah Wedo y Agoue Tarroyo -dioses respectivos de las puertas y el hogar, de los ríos y el arcoíris y del mar- hacen su fiesta al pie de la noche dentro de aquellas paredes del sur norteamericano. A esos mismos dioses nos encomendamos hoy, creyentes y ateos, medio siglo después, rogándoles protejan, rescaten, reconstruyan nuestras islas: Haití, San Martín, Dominica, Barbuda, Puerto Rico, Cuba…, dañadas. Sostenemos estos versos en una mano. Con la otra, hoy, dibujamos en el suelo nuestro vevé, con los dedos llenos de harina de maíz, ceniza, borra de café y ladrillo cocido. Así andamos. Así reconstruimos el Caribe…

Aferrarse a la memoria histórica *

Por: Laura Ruiz Montes

En la génesis caribeña aparece, atravesando distancias geográficas y psicológicas, el barco negrero. Ese no-lugar trajo consigo travesía, mareo, movimiento, muerte, supervivencia y devino zona de contacto por excelencia. A partir de una realidad de tal magnitud, ¿cómo no concebir la búsqueda posterior de la identidad a partir de un nomadismo, un entramado que reúna al Ser con sus numerosos suelos, una relación entre las varias capas que conforman los espacios donde los antillanos han confluido? Pero como es obvio que la identidad no proviene únicamente de los orígenes, es vital también insistir en un relato que no es único y que está indisolublemente ligado a la espacialidad.



Gisèle Pineau, nacida en París en 1956, hija de emigrantes guadalupanos, vive Francia como su país de exilio. Regresa a Guadalupe a los catorce años para retornar nuevamente a París donde obtiene su título de enfermera psiquiátrica que posteriormente ejerce en la isla caribeña durante veinte años. Su movimiento entre la antigua metrópoli y la isla de sus antepasados la convierten en errante definitiva. El aquí y el allá, la emigración, las llegadas y regresos, las pérdidas y los duelos del exilio son, en no pocas ocasiones, el eje vertebral de los personajes que construye. Pero hay una circunstancia que encuentra asidero en su obra y merece ser estudiada con suma atención: más allá del ir o el venir, el estar es lo que constituye la médula antes descrita. Su experiencia familiar en el exilio es mostrada en varios de sus textos, tales como Mes quatre  femmes   y L’exil selon Julia. Por otra parte,  Chair Piment (Pineau, 2002) tampoco escapa a la descripción psicológica de la nostalgia de la protagonista emigrante en París.

La relación de la narrativa de Pineau con ese otro no-lugar que es también el exilio se sucede a partir de una política literaria de interacción y construcción de una identidad colmada de significantes caracterizados por el arraigo al suelo natal y la defensa de la cultura creol a partir de la experiencia de lo vivido. La herencia negra, el apego al suelo natal, la lucha contra la asimilación y la construcción de una identidad caribeña en colectivo están presentes en su literatura, siendo quizás  L’exil selon Julia y Mes quatre  femmes sus máximos exponentes. La posición de la narradora entre dos culturas produce textos que son espacios de rebeldía y resistencia inscritos dentro de históricas relaciones de dependencia y subordinación. Su cuidado de la memoria histórica a través de una poética de la relación mezcla universos simbólicos conformados por historias personales y colectivas, para intentar la consecución de un lugar común desde el cual reconstruirse como Ser individual y como nación.

Julia (Man Ya), es la abuela de L’exil selon Julia y Mes quatre  femmes En la primera de estas novelas, Pineau (desde su voz de niña) relata la partida de su grand-mère hacia Francia junto a su hijo y nuera, la relación con sus nietos, la no inserción de Man Ya en el país de acogida y los avatares de la familia. Man Ya encarna el símbolo del exilio, la discriminación sufrida por su color y su no conocimiento del francés, la invalidez del creol como lengua y la ausencia del país natal vivida en el encierro de un apartamento, a la par que el rescate de ese propio país por la memoria afectiva. Refiriéndose a esta novela, la propia autora ha expresado:

En L'exil selon Julia, quería volver sobre la historia de mi familia. Se trataba, más que nada, de reunir memorias. Entrevisté a mis hermanos quienes compartieron conmigo sus recuerdos. […] En mis novelas aparece con frecuencia gente que ha sido marginada, excluida, diferente... Me interesa la diferencia y cómo miramos a los otros -lo cual me acerca tremendamente a mi profesión de enfermera siquiátrica. (Veldwachter, 2004)

Julia trasmite un saber colmado de recetas de cocina, medicina natural y referencias a plantas y sembrados. No teniéndole fe a la medicina francesa, emplea cocimientos para distintos males, llegando en ocasiones a desesperar por la ausencia en el país de exilio de las plantas necesarias, tan comunes en su rincón antillano. Su patio guadalupano es el centro de su reino. Guadalupe es para Julia su choza y su jardín. Este último es lo que más la ata a su país natal: su pedazo de tierra dejado atrás constituye la cima de su nostalgia. Su mayor dolor es el haber cortado de un tajo el cordón umbilical que la unía a su territorio de felicidad/ libertad y con ello haber cercenado la fidelidad a sus raíces.   En el momento de abandonar Guadalupe es en eso en lo que piensa “¿Y mi jardín?, […] ¿Quién se ocupará de mi jardín?”  (Pineau, 1996, p. 47). En la isla está su plaza creol, sembrada de plantas que se mezclan, cuyas raíces se entretejen. Este es el espacio que viaja con ella a Francia, su equipaje mítico y a la vez real.

El inasible misterio del recuerdo de la natilla caliente en el fondo del jarro de la infancia, el envío de Man Ya, desde Guadalupe tras su regreso, de canela, polvo de colombo y harina de mandioca, encuentran reciprocidad en su nieta cuando esta le escribe contándole que fue asesinado Martin Luther King y rogándole a su abuela hiciera una pequeña plegaria por el luchador de los derechos civiles de los negros que antes se había convertido en icono para la anciana caribeña. La contaminación de referentes en la novela de Pineau consigue una puesta en escena de la Poética de la Relación de Glissant conformadora de una identidad caribeña negra plural e inclusiva.

Julia, conteur por excelencia, desata dentro de la narradora la nostalgia por el desconocido país de origen a partir de las historias aprehendidas y los anhelos caribeños de Man Ya. La niña que relata vive un exilio por procuración. La ausencia del país se centra en la voz y la angustia de la abuela:

La carencia del país se manifiesta en todas partes y a toda hora.  Surge en la ausencia de color en el  cielo del espíritu viajero que vive de nostalgia.  Soportar esa falta, acicalarla o incubarla, es sufrimiento asegurado y suspiros.  Es habitar Allá, habitar el País desde allá.
Alimentar esa carencia, es comprar pescado de agua dulce en Francia, ponerlo en una salmuera de imitación –no hay limones ni pimiento bonda Man Jak.  Sofreír tomate y cebolla en una onza de beurre-rouge Masclet sacada de un paquete venido de las Antillas.  Depositar el pescado, dejarlo cocinar y luego comérselo.  Constatar la ofensa.  Entonces soñar con el País.  Buscar en la memoria perfumes y placeres del paladar.  Reinventar un mar Caribe [...] (Pineau, 1996, p. 169-170)

De la nostalgia se construye el presente y se fundará el futuro. De la añoranza alimentada por los recuerdos de Man Ya y atizada por los dolores que ha causado el exilio se nutre una identidad caribeña que quiere y exige una redefinición que le permita ser sujeto de su propia Historia. La niña narradora,  a sus trece años concluye:

¡Traigo mis brazos para construir este país  con Uds.! Díganme la verdadera historia, yo la escribiré para quienes nos sucederán.  Cuéntenme una y otra vez la vida entremezclada de los vivos y los muertos, le daré vida a los muertos y la muerte a los viejos miedos. Me volveré papel, tinta y portaplumas para entrar en las entrañas del País. (Pineau, 1996, p. 232)

En Man Ya la pequeña encuentra consuelo en hora aciaga. Sostén, ante las palabras de su maestra delante de los otros alumnos, cuando al referirse a ella, exclamaba: “¡Niños! la negra ya terminó el examen.” (Pineau, 1996, p. 80)

“La forma más sencilla de alcanzar el rechazo de una dificultad personal es identificarse con una situación general. Se traduce yo por nosotros y se refugia uno en eso.” (Lamming, 2007, p. 349) Ese nosotros vital lo encuentran los niños de L’exil… en Julia que no se afilia al olvido. Descendiente de una esclava, Man Ya, cuenta a sus nietos los dolores, las repercusiones, se atreve a decir en voz alta la palabra temida: esclavismo. Les habla de la abolición, de lo que ella llama la segunda esclavitud y que concierne las desgracias, desorientación y explotación que sufrieron los negros ya libres. Da fe de la lengua aprendida, la oralidad, los olores, las marcas. Narra la vida terrible en los cañaverales. Ella habla y su creol muestra la intención de reconstruir un país:
El pensamiento del esclavismo ocupa mis noches.  Veía la tierra africana. Una aldea de la sabana.  El regreso de los hombres de la caza.  Las negras con bezote machacando maíz.  El bullicio de los niños haciendo carreras de monos y de gacelas.  Una aldea tan tranquila.  Y luego los negreros.  Veía la bodega del barco, los cuerpos hacinados, la travesía, el cabeceo infernal, el terror.  ¿Cuál de mis antepasados conoció esas cadenas?  ¿De dónde venía precisamente?  ¿Su nombre?  ¿Su idioma?  (Pineau, 1996, p. 159)
          
Las preguntas que se habían quedado atoradas en las puertas de Goré encuentran eco en la nueva generación. Entre Man Ya y sus nietos  se erige una solidaridad que se realiza en capacidad inspiradora que fomenta la integración de identidades.

Valioso en tanto reflejo de la incompatibilidad entre el creol antillano y el francés metropolitano y como espejo de irreconciliables diferencias, es el momento en la novela donde se cuenta el día en que la abuela espera a los nietos bajo el aguacero, delante de la escuela, para protegerlos e impedir que se mojaran. Vestida con el abrigo del ejército perteneciente a su hijo, es arrestada bajo los cargos de haber ofendido el  orgullo patrio. Aun sin poder ella explicar y defenderse a causa de su ignorancia de la lengua europea, se mantiene erguida, firme. Sus convicciones influyen sobre los nietos y les hace sospechar que el saber francés no era lo único importante.

Cuando la niña que cuenta, humillada por la maestra de la escuela es obligada a terminar el curso cada día bajo el buró, corre a escribirle una carta a su abuela –que ya ha regresado a Guadalupe–  para contárselo. Man Ya, analfabeta, no alcanzará a leer la carta, pero no es un detalle menor  la decisión de la pequeña de compartir el dolor de la discriminación solo con quien puede comprenderlo, no con quien niega su existencia y su origen. A la soledad frente a la madre se opone la sólida figura de la abuela y los valores por ella trasmitidos. A la asimilación se opone la memoria histórica, única explicación posible, único asidero real, autenticidad que no transige, que no ceja en su raíz.

Man Ya, extrañando su jardín desde Francia es una analfabeta que sin embargo tiene el poder de la memoria y la oralidad para representar, comunicar y traspasar un apego al Caribe, a la tierra y a la Historia real. Lega la importancia del pasado, el alma del país, la vivacidad de la cultura negra, impidiendo que sus nietos se vuelvan contra sí mismos, contra su verdadera identidad. Se encarga de una continuidad que habrá de alcanzar valores más amplios, formas inéditas en un mundo en cambio.

Referencias

-Ionescu Mariana. (mai 2007) L’ici-là selon Gisèle Pineau. Voix plurielles 4.1.
-Lamming, George. (2007). Los placeres del exilio. Fondo Editorial Casa de las Américas. La Habana.
-Mazeau De Fonseca P. (2005) Algunas reflexiones sobre la Poética de Relación de Édouard Glissant. Revista Virtual Contexto, 9-11.
-Pineau, Gisèle. (1996). L‘exil selon Julia.  Éditions Stock, Paris. Todas las citas son de esta edición y las traducciones mías.
-Pineau, Gisèle. (2002). Chair Piment. Mercure de France.
-Pineau, Gisèle. (2007).  Mes quatre femmes. Philippe Rey, Paris.
-Veldwachter, Nadège. (Spring, 2004). An Interview with Gisèle Pineau. Research in African Literatures, 35-1. Indiana University Press. Las traducciones de las citas pertenecen a Mabel Cuesta.