miércoles, 27 de julio de 2016

La madre del héroe

Por Laura Ruiz Montes
Muy a menudo los pueblos colman sus sitios públicos de estatuas de héroes pero en pocas ocasiones se conoce, se descubre o se valora el nombre de las madres de estos. Se les imagina sufriendo en silencio por el hijo que emprende batalla. Corresponde a las madres, acorde con cierto imaginario, estar orgullosas de sus hijos y padecer con resignación si les son arrebatados, torturados o asesinados. Se exige a la progenitora del héroe una cuota de renuncia, una porción nada desdeñable de extraña comprensión, unas declaraciones a la prensa y una espera en solitario que se resume a ocupar el lugar al que la destinan, casi nunca el que realmente tiene.



Si nos atenemos a las fechas en que fue posible leer por vez primera Gobernadores del rocío (1944), de Jacques Roumain y Bicentenario (2004), de Lyonel Trouillot[1], notaremos que sesenta años transcurrieron entre el momento en que el mundo literario supo de la muerte de Manuel –que recién llegado de Cuba intentó buscar un cambio vital para Fonds-Rouge– y el día en que los lectores conocieron que el estudiante Lucien Saint-Hilaire había perdido la vida al final de la manifestación por el bicentenario de la independencia de Haití. Sesenta años median también entre ambas alegorías de aspiraciones colectivas, entre un momento y otro en que dos madres haitianas comenzaron sus respectivas jornadas de duelo por la muerte de sus hijos.

Entre la presidencia de Elie Lescot, extendida justamente en 1944 por siete años más y el gobierno de Jean-Bertrand Aristide, se mueven estas dos novelas. Los eventos políticos de la crisis de Haití del 2004 son los elementos de fondo del texto de Lyonel Trouillot; mientras el empobrecimiento y la miseria profunda de un país que Lescot incluso hizo participar en la Segunda Guerra Mundial, recorren las páginas de Roumain.

A primera lectura, pareciera que Manuel y Lucien son los héroes de estas novelas antillanas. Sin embargo, Délira y Ernestine Saint-Hilaire, madres de los jóvenes asesinados, son quienes se erigen en verdaderas  protagonistas y heroínas de estas obras, deviniendo metáforas de dos importantes momentos de la historia de Haití y de su devenir político. Excluidas de la vida pública –huelga decir que también de las instituciones y proyectos nacionales–, estas mujeres encuentran, probablemente sin proponérselo, un lugar en el trazado nacional al ocupar una insospechada posición en la pirámide social, reemplazando en un caso al héroe mismo y en otro convirtiéndose en la ideología de este.

Délira, la madre de Manuel, en Gobernadores del rocío, aún poseída por la resequedad y la desesperanza, tiene una presencia física fuerte y constante. Su grito pesimista: “Todos moriremos” (7)[2], mientras hunde la mano en el polvo clamando a Dios, pareciera definir la generalidad de su papel. Desilusionada y angustiada por la ausencia del hijo que partiera años atrás a los campos cañeros de Cuba, es poseída por la resignación en su limitado rol de esposa del viejo Bienaimé, quien vive del recuerdo de aquellos cumbites definidores de  la vida en Fonds-Rouge, territorio espiritual donde transcurre la obra. A la pregunta de ella sobre dónde estaría su hijo, solo se levanta el mandato imperioso de él: “Cállate”. (17) En el sitio de silencio construido dentro del matrimonio patriarcal se encuentra su confinamiento.

En cambio, Ernestine Saint-Hilaire, personaje de la obra de Trouillot se muestra únicamente en el recuerdo de su hijo Lucien. Mientras este se prepara para asistir a una marcha conmemorativa por el bicentenario de la independencia de la nación negra, su madre lejana y ciega permanece todo el tiempo rondando el joven espíritu. Es Ernestine una mujer que  no padeció la clausura del matrimonio pero sí el confinamiento de la ceguera.

Délira y Ernestine son mujeres campesinas, del interior del país. Sus hijos traspasaron las fronteras del provincianismo. Manuel había estado en Cuba, identificándose con el vocabulario y la conciencia de los obreros en huelga. Lucien marchó a la capital para estudiar y responder a sus propias preguntas. Ambas mujeres comparten un espacio psicológico de sujeción desde el cual ponen en marcha una importante circulación de ideas y acontecimientos que demuestran la pertenencia a similares territorios conceptuales. Encerradas ambas, maniatadas de distinto modo pero también pobladas de sutiles semejanzas, incapaces de completarse a sí mismas, representan diferentes momentos históricos de la nación haitiana.

Manuel, al regreso de Cuba, trae  consigo nuevas ideas en torno a la lucha. Lucien, estudiando a fondo la filosofía, observando y sufriendo las diferencias de clases en la capital, también aprende la necesidad del cambio. Manuel busca el agua –metáfora de la vida– que habrá de salvar a su familia y a su pueblo. Lucien quiere poner luz en los ojos ciegos de su madre. “Es por tus ojos muertos que voy  a la marcha” (103), dice. Para mostrar otra cara posible de la realidad caribeña va a la marcha el estudiante; para llevar adelante las intuiciones de la madre, muere.

Délira recibe a Manuel que dice haber vuelto para quedarse junto a ella el resto de su vida, abre los brazos al regreso del hijo pero teme a su insolencia, a sus palabras sacrílegas: “tus palabras se parecen a la verdad y la verdad tal vez sea un pecado” (29), le expresa. Por el contrario, Ernestine Saint-Hilaire cada día recibe menos la visita de su sucesor. El estudiante prefiere no volver a la casa materna para no mentir acerca de la vida de su hermano menor que en Puerto Príncipe aprovecha el dinero que la madre ciega envía, para llevar una existencia de pandillero. Ambas madres durante mucho tiempo se habían concretado a la espera del regreso de sus hijos. Esa expectativa es uno de los extremos del estatismo que ha definido a grandes madres sacrificadas.

Délira transita casi toda la obra sumida en una ausencia de sueños, su estado semeja  inmovilidad, abandono y resignación. El proceso que este personaje vive permanece oculto a los ojos del lector; con más o menos sagacidad puede adivinarse pero la transformación no es evidente. Pasar del pesimismo extremo a una corriente movilizadora indica que los resortes femeninos se han construido de modo subterráneo, en interacción con los moldes sociales pero encontrando las rendijas, contraponiéndose.

Jamás, nunca, en ningún caso, asoma la idea de que sean las madres quienes ocupen el lugar del héroe o se transformen en la energía que los habite.  Ciertas normas dictan que debió ser Bienaimé, el padre, cabeza de familia, quien lograra al final de Gobernadores del rocío, tras la muerte de su hijo Manuel, reunir a los hombres y convencerlos de continuar la lucha por la obtención del agua como símbolo de todo lo que puede salvar a las naciones empobrecidas. Sin embargo, es la madre, Délira, quien emprende ese camino, dando un trascendental giro para implicarse directamente en la acción.

La implicación directa en la acción saca a Délira del confinamiento, transita del nivel de resistencia pasiva a la actividad generadora. Su accionar para juntar a los hombres del pueblo es una inversión total de roles. Adopta un modelo que por antonomasia ha sido el tradicional masculino pero lo lleva a cabo a partir de formas propias. Desarticula lo establecido al cambiar viejos valores por otros nuevos. Donde antes hubo odio y desunión, corresponde a esta mujer establecer la hermandad, el amor, el trabajo en colectivo. Su conversión en una combatiente, es un vuelco de poderoso alcance que aporta aún más a la trascendencia de Gobernadores del rocío en las letras haitianas y caribeñas.

La misma noche del entierro del hijo, a la pregunta de si ha sido el difunto quien le ha pedido que hable a los hombres del pueblo, ella asiente pero agrega “yo también lo quiero: tengo mis razones”. (149) Délira se introduce en el espacio público ampliando lo que hoy día llamamos acción ciudadana, al enarbolar en el Haití de los años cuarenta la necesidad de la unión de sus hijos. Aún cuando está extenuada por el dolor y en su fragilidad el agotamiento casi la vence, se sostiene en el deber que se ha impuesto. Una vez conseguida la unión de todos los hijos, podrá venir cierto reposo de las madres, de la nación. En una nueva conformación del “yo”, la inserción de la acción femenina dota de mayor significado a la categoría momento histórico y le otorga otra apariencia y posibilidad.

Si Délira termina llevando a cabo la acción que en principio correspondía al hijo, Ernestine Saint-Hilaire, aunque no hace el surco ni reúne a los hombres para lograr la conquista del agua, en cambio, funge como otra suerte de guía. Transgrede siendo una madre sola y ciega, cuya mayor hazaña es la crianza de sus hijos y su bregar hasta conseguir que vayan a estudiar a la capital. Encarna las aspiraciones de la patria y todo aquello que es logrado a través de la educación, a la par que muestra los sinsabores de un Haití dividido que en Bicentenario no alcanza solución ni acomodo operable.

Lucien, el héroe, muere al final de la manifestación producto de una delación en la que su hermano menor está implicado. Ese mismo hermano, en algún momento de la obra dice: “escupo sobre tus libros y sobre esa vieja loca de Ernestine, sobre tus camaradas de promoción, sus vanas esperanzas” (17), a la par que está convencido de que “hay un solo alemán que cuenta […] Hitler: Todo el mundo lo sabe, pero nadie se atreve a decirlo”. (17) La representación de los dos hermanos denota la imposibilidad de una unión factible en la isla contradictoria. Los hijos se le han vuelto irreconciliables a la madre ciega, a la patria. Los hermanos permanecen en pugna mortal como símbolo de la desesperanza social, como triste contextualización caribeña de todos los Abel y Caín que en la literatura y la vida han sido.

La conducta de esta madre es puramente verbal. El hijo recuerda sus palabras y acciones. Por él sabemos que Ernestine deja escapar su voz solo en momentos muy puntuales, en una suerte de estética minimalista. Comenzando generalmente de la misma manera: “Moi Noire […]” (Yo, negra...) la intención no es ganar en ritmo ni lograr efectos con la letanía. El propósito es visibilizar la existencia de la raíz negra definitoria que ha conformado la ideología del presente, aunque esta se exprese en la lengua del colonizador. Cambia el lugar de la enunciación, las verdades ancestrales llegan a nuestros días formuladas a través de la figura materna que se convierte en la certeza detrás del héroe,  la representación de una tradición negra de resistencia.

En Bicentenario, los diálogos solo existen en el monólogo interior ficcional del estudiante que vuelve una y otra vez sobre el recuerdo de su madre negra ciega que tiene fe en la partida de los hijos a la capital y en el estudio; no puede ver las contradicciones reales, la situación social. Su ceguera la acorrala. Cualquier intento de interpretación de este personaje, está destinado a la polémica natural, sobre todo si es posible ver en la madre ciega, la puesta en escena del papel de una ideología. La madre ciega que aboga por la educación es un intento de traer a la contemporaneidad el método, el estilo, la esencia de vida de la Ilustración. Pero el aterrizaje de la Francia del siglo XVII en el Haití del XXI es accidentado, imposible, mortal. No es posible una solución individual, burguesa, a una extrema situación colectiva, nacional.

El performance político en esta obra hace confluir lo nacional y la ficción en un gesto que las contamina a ambas al fusionar la realidad con sus expresiones artísticas. De todo ello deriva una incomodidad literaria generadora de preguntas: si la madre ciega representa la ideología, ¿cómo dejarse guiar por un discurso inválido?, ¿cómo creer solamente en la importancia de la educación y los buenos ejemplos?, ¿cómo luchar por erradicar la ceguera en los proyectos nacionales, sin perder la vida en el intento, sin dejar a la madre/patria/ideología doliente y sola?, ¿cuál es la posibilidad en medio de la ceguera? Preguntas que aún subsistirán por largo tiempo.

Sin embargo, a la par de todo lo anterior y sin desmentirlo, es posible leer en ese afán de educación de la madre, un concepto capital, una alternativa a la exclusión; una metáfora de la posibilidad de que la educación se convierta en rebelión, en empuje intelectual, en parte vital del cambio necesario. Su ceguera consiste en no tener en cuenta la realidad inmediata. El progreso no puede asentarse únicamente sobre la base del conocimiento. Muchas circunstancias impiden que solo el saber pueda liberar. Esta es la ceguera que Lucien quiso curar, la luz que quiso poner en los ojos de su madre, en el pensamiento de la isla destrozada. Para que sea incuestionable que el sueño de superación individual no es suficiente, muere el estudiante y también para que no haya duda de que si bien la educación es indispensable, el contexto reclama un más allá, un hacer que las cosas pasen: una acción colectiva semejante a la que estalla como colofón en Gobernadores del Rocío.

No es posible ser objetivos, por ello acaso no sea errado aseverar que las ficciones son lo mejor, lo menos incompleto, del entramado que conforma las epopeyas nacionales. La Historia, ya se sabe, la escriben los vencedores. Pero ¿quién sino los poetas, los novelistas... escriben la verdad en los márgenes? ¿Quiénes favorecen otra dimensión heroica? ¿Quiénes sino los personajes de las ficciones entonan el canto épico de la cotidianidad y la desproporción histórica, para acabar colocando al centro de la escena la restauración del pasado y una suerte de conciencia crítica del presente?  Noam Chomsky, ya en 1986, había dicho que si él “quería conocer la manera de imaginarse la realidad, leía libros de historia, pero si quería conocer la realidad leía novelas y poemas”.[3]

Délira y Ernestine Saint-Hilaire, protagonistas de sendas novelas capitales caribeñas, provocan gran impacto a partir de sus comportamientos. La primera enarbola el principio de unir para vencer. La segunda defiende el poder reivindicativo de la educación. Hay una esencia similar, la cuota de participación de ambas madres en el discurso nacional, es equivalente y en cierto modo complementaria. Ellas logran –ocupando el lugar del héroe o conformando su ideología– una apertura del cerrado sistema doméstico y social.

El éxito final de Délira al juntar a los hombres de Fonds-Rouge no es total porque en la contienda pierde a su único hijo. El alcance de la ideología de Ernestine, el noble ideal de cambio, también queda invalidado con la muerte de su heredero. Estas son las caras reales de la sociedad que generan preguntas y están atestadas de contradicciones y ambigüedades. Lo más dialéctico que debe esperarse de la literatura es el valor de raspar la superficie, buscar detrás de los protagonistas para encontrar la auténtica proeza. Urge hoy certificar el carácter de las verdaderas heroínas enfrentadas a fuerzas imponentes y que, donde quiera que estén, acometen tareas difíciles con una inusitada carga de coraje, asentando, definitivamente, su vigoroso papel en las historias literarias y nacionales.


[1] Lyonel Trouillot: Bicentenaire. Éditions Actes Sud, Paris, 2004. Todas las citas son de esta edición y las traducciones mías. Trouillot nació en 1956 en Puerto Príncipe, donde vive y a donde siempre regresa tras cortas excursiones continentales
.[2]Jacques Roumain: Gobernadores del rocío. Biblioteca de Cultura Haitiana. Éditions du CIDIHCA, Montréal, 2011. Todas las citas son de esta edición
.[3] Referido por Hugo Niño, en El etnotexto: las voces del asombro. Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2008, p. 53.

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