martes, 2 de agosto de 2016

El aterrizaje caribeño de Occidente

Por: Laura Ruiz Montes

Un cuerpo femenino sangrante, en agonía, y una historia que va corriendo a la par, inauguran la novela La sangre y el mar, del escritor haitiano Gary Victor[1]. La sangre brota, se derrama, se convierte en hemorragia a consecuencia de un aborto mal realizado; pero trasciende el espacio de la agonía física para ser continente de decepciones sociales, desgarramientos y dolores provocados por una angustiosa historia que atañe tanto al espacio nacional como al íntimo.

La sangre de Herodiana, la protagonista, tiene como único testigo a su hermano Estevel, es él quien retira los trapos empapados y con delicadeza limpia los fluidos ya antes conocidos. Había sido el único testigo de la primera menstruación de su hermana, el único que ayudó a la adolescente a lavarse y quien le enseñó a utilizar las toallas higiénicas. Todo ello los convierte, más allá de la frase trillada,  en “hermanos de sangre”, entendiendo como tal la presencia compartida de una intimidad de dolor, impureza y tremendismo; a la par que los confraterna en el instante en que la joven siente que la suya no es más que una extensión de “la sangre pútrida de los escupitajos de su madre” (37), antes fallecida a causa de la tuberculosis. Hijos son de un mismo cuerpo sangrante que se extiende cronológicamente: el cuerpo de la nación.

No resulta casual ni un hecho aislado la elección del nombre de la protagonista: Herodiana, cuya cercanía etimológica con Herodes (el Grande) está muy clara. La matanzas de los inocentes de aquel, es trasladada a este aborto, a esta sangre en el Caribe negro, a esta matanza por procuración. Tantos siglos después hay otras muertes bajo leyes y circunstancias diferentes, pero conformando un panteón común de inocencias arrebatadas, ingenuidades asesinadas, nacimientos y fundaciones imposibles. En su relectura, Victor va más lejos. Herodiana, vendría a ser consecuentemente una habitante del Herodión, palacio/fortaleza construido en lo alto de una colina por Herodes el grande y factible, en alguna de sus acepciones posibles, de ser traducida como “pequeño paraíso”. En la novela haitiana esta joven vive con su hermano en un cuartucho alquilado en Paradis (Paradiso), un barrio pobre también situado en lo alto, de muy difícil acceso y llamado de esa manera porque “había que subir hasta el cielo para llegar allí” (46). Aquel Herodión conforma un lugar de descanso, vuelto a excavar (a redescubrir y celebrar una y otra vez) por arqueólogos e historiadores, mientras el espacio caribeño, en cambio, permanece invisible, sepultado, olvidado, amasijo de pestilencias, aglomeración, peligros reales, miseria, sin agua potable, colmado de destrucción y muerte.

La relectura de amantes desgraciados que a lo largo de la historia de la literatura han sido, también parece encontrar en esta obra su reevaluación, salpicada por indicadores propios de la telenovela como género. La representación dramática de los amores frustrados, la imposible movilidad social, la joven seducida y abandonada, las familias que se oponen, las clases sociales en juego, se entrecruzan aquí con la historia haitiana real.

Herodiana sueña con su príncipe azul –salido de la tradición europea– que en estas costas antillanas se convierte en un príncipe blanco, transmutación de colores, cruel en su esencia. La novela rosa se metamorfosea hasta rozar los límites del drama social haitiano. La joven sucumbe ante la seducción desplegada sin mucho esfuerzo por Iván, rico, de piel clara. Ella lo ama. Él  la usa: es impotente ante las jóvenes de su clase, solo con prostitutas y negras logra el clímax de placer. El origen de esta, su condición, proviene de ciertos hechos ocurridos en su adolescencia. El daño infringido alcanza límites insospechados, llega a convertir a Iván en cómplice de una violación colectiva. No parece haber transcurrido un solo día desde que los dueños de la plantación y la dotación tomaban, violentaban, poseían, con todo su furor y prepotencia a las negras esclavas. Es la manera de Victor de avisar que la esclavitud y su larga cadena de horrores no es un fenómeno del pasado. Es el modo de poner la lupa sobre las secuelas, sobre sus huellas en el presente del país.

El intento de búsqueda y conformación de la identidad en nuestras quebrantadas islas, la necesidad de reunión de esos fragmentos puede conducir a los cuerpos por disímiles senderos. En el fondo de este afán siempre está presente la necesidad de reunificación del hombre, entrevista a partir de la unión de los sexos para conjurar el caos  e intentar una vuelta a la “unidad primordial, la unidad soñada”[2]. Pero si a la “androginia originaria, al alfa y al omega, al platonismo”[3]… se unen los caminos truncos de la historia caribeña, los procesos de la trata africana y la colonización, entonces todo se complejiza, que quiere decir, a su vez, que –también– se enriquece.

Herodiana busca completarse en su hermano Estevel, el conjuro a su identidad fragmentada. Estamos en presencia de otra relectura de los mitos y leyendas de amantes desgraciados; en este caso desde la monstruosa condena que cultural y socialmente el incesto carga sobre sí. Incesto, por demás, que nunca llega a vías de hecho en esta novela pero que sí es soñado, anhelado y confesado.

El anclaje en el Caribe de los lejanos amantes europeos infelices deriva luego de tocar estas costas. El amor de Herodiana por Iván entronca con el amor de Herodiana por su hermano: imposibilidades, horror, triángulo de desesperación y carente de salida, entorpecido aún más por la homosexualidad de Estevel. Negación total y trascendente de cualquier posibilidad de unidad, de identidad, para el Caribe dolido. Los hermanos ya no son un par separado que podría, pese al censurado horror del incesto, completarse y fusionarse, sino que cada quien es un eslabón perdido, incapaz de juntar sus esquinas con el otro. A todo ello se suma la muerte posterior de Estevel, el héroe gay defensor de la vida de su hermana, a manos de Iván y sus guardaespaldas, como posible colofón de maldición sobre toda utopía. Pudiera entonces pensarse que esta negación simboliza el futuro de Haití: la  imposibilidad de conformar una identidad real.

Pero Gary Victor ofrece otras posibilidades, definidas por la mezcla de lo posible con su opuesto, el poder del símbolo, la sublimación del dolor a través del arte y  la reescritura de la historia, para intentar salvar y dar continuidad al rescate de la esencia del yo caribeño. En uno de los bordes de ese camino se muestra la defensa de la insularidad, la admisión de que la circunstancia del espacio rodeado de agua por todas partes podría no ser una maldición. En ese anhelo se inscriben hermosas páginas de esta novela, reveladoras de la relación mítica entre Estevel y el mar que lo protege.

Agwe, loa del rito rada, protector de los marinos, que en la religión afrocubana podríamos conciliar con Yemayá, protege a Estevel. Tan así es que el fallecimiento de este es vengado por una inmensa tromba de agua que da muerte a sus asesinos y llega, con su fuerza, a todos los rincones. El camino continuo de Dahomey a Puerto Príncipe, los dioses que atravesaron el océano para conformar los espíritus del vudú haitiano se mezclan con los hombres e intervienen en sus vidas. Muchas representaciones artísticas han mostrado a Agwe como un barco sobre el mar o un navío que flota. Gary Victor lo revela desde los cinco sentidos humanos equiparando la representación del mar y de Agwe con la representación de Estevel. Así, en más de una ocasión Herodiana toca a la puerta del cuartucho donde se encontraba su hermano y no obtiene respuesta, solo escucha sonido agitado de oleaje. Cuando mira por las rendijas observa un mar emergiendo y criaturas marinas rodeando a Estevel que, sumergido hasta la cintura, tamborilea sobre la superficie del agua. Y después, invariablemente, se sigue escuchando el golpe de las olas, el olor a algas que permanentemente desprendía el cuerpo del hermano. Por otra parte, Wilson, artista renombrado, pinta a Estevel copulando con las olas del mar, convirtiéndolo a través de su arte en un “cuerpo musculoso de textura de tal ambigüedad que no podía saberse si estaba hecho de carne o de mar” (81). Es así como el mar alcanza categoría de un todo que es más que la suma de los segmentos. La sensibilidad, la homosexualidad de Estevel es amparada por el mar: “Mi hermano era distinto porque arrastraba tras él los olores y rumores del mar de su pueblo” (66). El mar es, en distintos momentos de la obra narrativa, la venganza, la caricia, la sanación, la sensualidad, la purificación, el amor y el odio. A la aparente maldición de nuestras islas cerradas, Gary Victor opone la renovación del mar, la sal sobre las heridas para ayudar a la curación, el camino sobre la mar que une a África con el Caribe y  también acerca nuestras islas. Imprescindible es esta relectura y su articulación en el bien de la nación, que se inscribe en las razones de Glissant para no considerar la insularidad una prisión.

Toda la novela transcurre como una especie de monólogo interior de la joven que en las primeras páginas agoniza y que llegada al final de la lectura, se salva. No solamente en una salvación física, sino que además encuentra el camino de la escritura como posible senda de (re)construcción y (re)inserción. A lo largo de la novela ya se había visto a Herodiana sumergirse una y otra vez en la lectura. Ante  sus ojos desfilan Marie Chauvet, Guy des Cars, René Depestre, Frankétienne y otros, además de no faltar la alusión a Graham Green y Saint-John Perse. Por ello no sorprende cuando Herodiana elige la escritura como develamiento de la realidad, de la existencia del Ser. La noche en que la protagonista huye de un intento de violación, el joven que la ayuda en la fuga al oír sus planes de denunciar a la policía el hecho, le dice “Hágase invisible” (138). La escritura de Herodiana y esta, su historia, que en mucho se acerca a una especie de novela de formación y que podría también haber sido escrita —¿por qué no?— por ella, son su rebeldía ante ese consejo y a la vez ante la no existencia, son su espacio de libertad, su actitud contestataria, la visibilidad que quiere para su vida, la visibilidad que reclaman y necesitan nuestras mujeres antillanas.

Las escenas finales de la novela son una profunda y conmovedora respuesta al dolor caribeño y al haitiano en particular. Herodiana, abrazada en una esquina cualquiera a quien puede ser considerado la antítesis del príncipe azul y del ideal masculino de belleza, explica: “Como me aprieta contra sí, la tierra tiembla con fuerza bajo nuestros pies” (173). Gary Victor reescribe la historia, un abrazo real, efectivo, sustituye al atroz temblor de tierra. Los nuevos amantes no quedan ni destrozados ni convertidos en piedra como los de Pompeya. Y ese es quizás otro de los guiños significativos de esta novela: la sublimación, la transposición de la catástrofe y el mal a través del sueño y el arte, artimañas de la creación que aquí consiguen el efecto anhelado.


[1] La sangre y el mar obtuvo el  Premio de Literatura Caribeña en francés o creole, de Casa de las Américas 2012 y vio la luz en la Feria Internacional del Libro de La Habana 2013, publicada por Fondo Editorial Casa de las Américas. Todas las citas son de esta edición.
[2] Para más argumento sobre el tema, consultar: Fernández Díaz, María del Carmen. "La nostalgia de la unidad perdida: el tema del incesto en la literatura francesa”. Dialnet. Web. 23 Marzo. 2013. http://biblioteca.universia.net/html_bura/ficha/params/title/nostalgia-unidad-perdida-tema-incesto-literatura-francesa/id/25288302.html
[3] Ídem.

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