jueves, 11 de agosto de 2016

Bonjour Manman, Bonjour Monsieur…(1)

Por: Laura Ruiz Montes

Cuentan que durante la exhibición en Camagüey de Reembarque, valioso registro histórico documental de cincuenta y ocho minutos dirigido por la realizadora cubana Gloria Rolando, quien también fue su guionista y producido por el ICAIC, se escuchó nítidamente la voz de un niño que asombrado preguntó: “Abuela, ¿qué tu haces allí?”. Ese “allí” eran las costas cubanas y haitianas, personajes ineludibles de la historia que la cineasta tejió, con respeto y hechizo, con rigor, ceremonia y candidez. En verdad, no se sabe dónde acaba una orilla y dónde comienza la otra. La lágrima real sobre el rostro curtido, no la del sentimentalismo ramplón, ocupa el lugar donde –a ojos vistas– ha reinado un vacío historiográfico que diera fe de la permanencia y el desgarramiento de  aquellas familias protagonistas de la emigración haitiana a Cuba. Es válido recordar que de 1910 a 1931 del total del millón de inmigrantes que surcó aguas para probar suerte en la isla cubana, setecientos mil eran haitianos.

Gloria Rolando


Amparados por un excelente contexto musical que casi levanta en vilo, con banda sonora diseñada por Juan Demósthene, basada en composiciones de Lucía Huergo e interpretaciones del grupo vocal Desandann, se suceden los testimonios, especies de haikús caribeños que resultan aportes antropológicos para el estudio de la relación Cuba-Haití. La memoria de descendientes haitianos de comunidades de Camagüey y Santiago de Cuba, entre otros enclaves, y las voces desde Les Cayes se agolpan hora en creole, hora en español, salpicadas a ratos por contaminaciones lingüísticas que enriquecen los comentarios y  aportan mixtura a la mirada sobre la identidad caribeña.

El ciclo de hogares divididos es eje central del nuevo trabajo de Rolando, ejemplo de dignidad investigativa y fílmica. Aquí aparecen familias haitianas escindidas al partir algunos de sus miembros hacia Cuba en busca de mejoras económicas. Emigrantes que sufrieron más tarde la deportación, volviendo a quebrantarse el núcleo consanguíneo, pero esta vez “del lado de acá”. Madres, padres, hijos, obligados a regresar a Haití porque Cuba era para los cubanos y la salvaguarda de la economía contratando solo el 50% de toda la mano de obra extranjera, fueron el pretexto esgrimido por el gobierno de Pío Socarrás a partir de 1933, siendo mil novecientos treinta y siete el año de mayor crudeza. Repatriación humillante, hijos que permanecieron en la zona oriental de Cuba perdiendo casi todo contacto con sus inmediatos. Haitianas y haitianos que no han vuelto a su país natal, que no regresaron, que no enterraron a sus muertos en la isla vecina y cuya propia muerte quedará sellada en suelo cubano.

Y en medio de todo el panorama anterior, en la punta del mástil, la solidaridad: hogares cubanos que acogieron y escondieron –para evitar fueran regresados a la fuerza– a niños y ancianos que de la noche a la mañana quedaron convertidos en mercancía descartable. Así vemos desfilar las lomas de Oriente por los ojos de quienes siendo pequeños fueron devueltos a Haití y ahora, ante la cámara, hacen recuento desde la isla vecina. Así vemos desgarrarse a quienes soportaron firmemente en Cuba las noticias de sus pérdidas en la isla próxima y a la vez distante, llorando en la angosta línea de las separaciones.

Pero estos acontecimientos no es posible estudiarlos aisladamente porque en cierto modo pueden ser enlazados con la masacre de haitianos en la frontera dominicana en 1937. Niños arrancados de Santiago de Cuba y repatriados para Haití. Abuelos, madres, padres, forzados a partir quedando sus hijos en la mayor de las antillas. Historia de expulsión en las costas cubanas. Historia de crímenes en la frontera dominicana. Trabajadores haitianos indisolublemente ligados a la economía cubana, al progreso de los ingenios azucareros; emigrantes con la sola y legítima aspiración de encontrar una mejor vida, hermanados en la muerte a aquellos que no supieron pronunciar correctamente la palabra “perejil” y por ello, antes de poder cruzar el río, encontraron el tajazo en las navajas de las huestes trujillistas. Hombres y mujeres vomitados violentamente, como desecho tóxico. Supresión, eliminación, repudio, blanqueamiento, descarte… caminos de muerte sobre las aguas.

Un mérito más de la realización de la documentalista cubana es el tercer lugar que crea/recrea al mezclar el testimonio de haitianos que sobrevivieron a la catástrofe   –o sus descendientes– con las opiniones especializadas de historiadores e investigadores de ambas culturas y el papel de relevantes figuras políticas cubanas. Ahí están la mirada de Evelio contando sus días en la finca de los Castro, la potestad de las palabras de Suzy Castor, Michel Héctor y Graciela Chailloux, la presencia y leyes llevadas a efecto por Jorge Risquet. De la oficina en La Habana a la biblioteca, del patio de tierra de la casucha a los archivos haitianos y de ahí a las calles abigarradas que ascienden hacia un cielo real en Port-au-Prince va el camino que  perfila aún más el devenir de nuestra Isla Grande, definida por la inquietante mezcla de sangre africana, sustancia europea, suelo criollo, éxodos y desplazamientos varios…, tout melé. Dentro de la amalgama, los braceros antillanos, las migraciones caribeñas (espontáneas o forzadas)  generadoras de aquello que la  lengua creole llama “drive” y que se refiere “a una situación […] durante la cual se yerra sin fin” y que “representa la búsqueda identitaria de las Antillas  que se realiza en el seno de su espacio”[2], constituyen sólida materia prima de este trabajo visual.  

Anécdotas, danzas, cantos en creole, unen las orillas drásticamente separadas. La historia cotidiana, sobrevenida extraordinaria, irrumpe desde el testimonio expreso de quienes sufrieron la herida histórica. Una valiosa labor investigativa atraviesa estos fotogramas, sostenida por una dramaturgia no tradicional. El bregar entre documentos de la época y montañas orientales regresa en la constatación de la huella haitiana en Cuba. El poder de síntesis de las imágenes en la fotografía de Oscar M. Valdés y la pluralidad de planos tienen el mismo sabor de la simbólica sopa de calabaza degustada cada primero de enero como celebración del fin de la esclavitud y en homenaje a la contienda de Dessalines.

Durante las exhibiciones de Rembarque en Port-au-Prince, la Historia encontró su continuidad y quienes estábamos en aquel “allí” constatamos, una vez más, que dos Patrias tengo yo: Cuba… y Haití.                                               


[1] “De Haití a Cuba”, canción de Ebenezer Semé
[2] Patrick Chamoiseau: Écrire en pays dominé. Paris : Gallimard, 1997.

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